¡Meditad! Una respuesta a la crisis





INDICE

LO INCIERTO ES LO ÚNICO CIERTO
No todo vale
¿Indignaos?
Crisis en nuestros valores
Exaltación de la frivolidad
Pero ¿educamos a los hijos?
Falta de respeto
Por un modelo de felicidad
Meditar es revolución
Somos Universo
No se trata de hacer, sino de ser
Toda causa tiene un efecto
Paz para vivir, paz para morir
La vida, lo único importante

MEDITAD
El mundo real y el irreal
Ellos no son yo
El camino, debajo de tus pies
Zen es zazén
Zazén, la meditación sentada Zen

LA PRÁCTICA DE ZAZÉN. LA POSTURA DEL DESPERTAR
Cómo se practica zazén
El cuerpo
Las manos
La cabeza
La respiración
Pensar sin pensar

COMO LLEVAR A TÉRMINO LA PRÁCTICA
Recomendaciones para la práctica

EPÍLOGO

LOS SUTRAS
Sutra de la Perfección de la Gran Sabiduría

GRÁFICOS
Posiciones de las manos
Posición sentada
Esquema de un dojo

BIBLIOGRAFIA Y ENLACES BÁSICOS
Libros
Webs

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LO INCIERTO ES LO ÚNICO CIERTO


Nunca la humanidad había avanzado tanto en número, conocimiento y tecnología para llegar al gran logro: vivir en la incertidumbre. Hoy día, la incertidumbre es el medio.
La crisis económica parece ser la causa de toda esa incertidumbre que en este primer tercio del siglo XXI desasosiega a media Humanidad. A la otra mitad, sumida en la miseria, poco le varían sus condiciones de vida. No obstante, todo ello no es una situación nueva. La Humanidad ha pasado multitud de veces por lances semejantes. Y quizá aún peores. Sólo basta recordar los episodios de las dos guerras mundiales del siglo XX y los millones de muertes y la ruina que causaron. Pero ahora vivimos mal la situación de crisis económica. ¿Por qué?
¿Tiene algún sentido todo esto? ¿A dónde nos conducirá? ¿Saldremos de ella? ¿Cuándo? Llevamos ya tres años y cada día que pasa es distintamente peor que el día anterior. Un día parece que todo se calma, pero al día siguiente todo parece hundirse de nuevo. La desazón por nuestra fragilidad y levedad se instala en nuestras mentes…
Crisis. Sólo nos acordamos de lo reciente. Nuestra vida es frágil cierto, pero todavía lo es más nuestra memoria. Esta es una crisis básicamente del primer mundo, de ese que ha sido dirigente del planeta hasta el presente. Y la gente del primer mundo sólo recuerda, por lo general, el bienestar que se ha disfrutado recientemente olvidando situaciones antiguas tanto o más penosas, y quizá tampoco se dé cuenta de que la prosperidad vivida haya sido un tanto ficticia. Quizá por todo ello la actual crisis económica nos parece tan desconcertante. Pero ese miedo, esa lamentación, es sólo verse el propio ombligo. En la época de bienestar de Europa occidental y América del norte, Argentina o Brasil pasaban momentos duros. E incluso algunos conflictos del primer mundo se vivieron por muchos como un reality televisivo, como la tragedia fratricida de la antigua Yugoslavia, la revuelta de Tiananmen, la guerra iranio-iraquí, la Guerra del Golfo, la invasión de Irak, las masacres de Ruanda y Burundi, las hambrunas del Chad, Etiopía o Somalia, las guerras civiles de Sierra Leona y demás países subsaharianos… y aún antes la represión en Argentina, Chile o Uruguay, las distintas guerras en África, el sudeste asiático, en Vietnam, El Salvador, Nicaragua, Colombia…
¡Ah! Nos acordamos de la miseria cuando entra en nuestra casa. Mientras la mantenemos en el callejón de la esquina, basta con pasar de largo o mirar para otro lado.
Pero no son sólo guerras, sino la manera como los conflictos acaban desarrollándose y alcanzando a todas las culturas del planeta. Terribles masacres del terrorismo islamista en Nueva York, Madrid o Londres. Fanáticos que se autoinmolan en atentados suicidas en Afganistán o Pakistán. Adolescentes que se cargan el cuerpo de explosivos y que los detonan en un mercado lleno de gente inocente en Jerusalén… El asedio a un millón de seres humanos en Gaza. Un régimen comunista como el de Pol Pot que extermina a dos millones de sus conciudadanos en un país a priori amante de la paz y la compasión budistas como Camboya. Cristianos hutus masacrando a los cristianos tutsis. Los señores de la guerra somalís, que mantienen a su pueblo rehén y lo dejan morir de inanición ante el estupor y la inoperancia mundial. La violencia en México, que alcanza a prácticamente al 100% de la población con robos, atentados, secuestros y extorsiones, y las chicas de Ciudad Juárez, que son asesinadas impunemente…
Todo eso, y más cosas, es lo que hemos vivido y seguimos viviendo mientras lo observamos en la distancia. Esas tragedias no son más que la brutal expresión de una falta de valores extremadamente generalizada en el ámbito de las relaciones internacionales. Indiferencia, tacticismo político, estrategias de dominación… Parece como si en las relaciones entre los estados todo valiera, que el fin justificara los medios. Pero la actual crisis demuestra bien claro que eso no es, que no todo vale.

No todo vale en el día a día

Decir que todo vale equivale a decir que no hay valores, principios, a tener en cuenta. Y no hace falta remitirnos a las relaciones internacionales para lamentarnos de lo lamentables que son. Basta con abrir la ventana de nuestra casa y observar lo que tiene lugar en nuestro vecindario. En el fondo, el panorama que observaremos no será muy distinto.
¿Alguien se acuerda del valor de la palabra dada, por ejemplo? ¿O de la solidaridad con el vecino cuando sufre algún padecimiento o aprieto? ¿O del compañero de trabajo cuando es sometido a moobing? ¿O de esa vecina nuestra que es acosada o maltratada? ¿O de un amigo gay cuando es escarnecido por un “macho”? ¿O de la explotación económica o de vivienda que sufre un inmigrante que ha huido de la miseria de su país de origen y busca un nuevo proyecto de vida en el nuestro? ¿No le decimos que nos viene a quitar nuestro pan, nuestro médico, nuestra ayuda social, nuestra subvención? ¿Dónde están los valores de la solidaridad? ¿Dónde está el valor de la compasión o de la piedad?
Eso no nos lo han impuesto los grandes burgueses capitalistas ni las potencias imperialistas. Eso nos lo hemos impuesto nosotros mismos cargándonos de valores egoístas. Quien esté dispuesto a pedir y a reivindicar también tiene que estar dispuesto a dar y ofrecer.
Por ello, cualquier revolución que no lleve anexa una carta de valores va encaminada al fracaso y a la creación de mayor frustración. Que alguien se pregunte porqué triunfó la Revolución Francesa de 1789 con su Liberté, Égalité, Fraternité, y porqué en cambio fracasó la revolución nazi de 1939. Son los valores positivos los que mueven el mundo. Las revoluciones sin valores justos que las acompañen sólo generan convulsión y sufrimiento.
En el siglo XVI, en medio de una gran turbulencia política y social (conquista de América por los españoles, guerras entre estados europeos, invasión del imperio turco, la piratería en el Mediterráneo, cisma cristiano en Europa occidental…), un hombre se percató de que su vida como militar no tenía sentido ni conducía a nada. Ese hombre, Ignacio de Loyola, dejó las armas y creó una compañía, no militar sino religiosa, para rearmar con valores un occidente convulso. De la mano de los jesuitas se llevó a término el Concilio de Trento y la reforma de la Iglesia Católica. No solucionó el cisma cristiano de occidente, pero sí rearmó de valores a la Iglesia… y de ellos sigue viviendo. Aunque las religiones, entendidas como la espiritualidad institucionalizada, también están en crisis fruto de sus profundas contradicciones, ¡ojalá los obispos, cardenales, patriarcas, sacerdotes, monjes y monjas, rabinos, imanes, lamas y gurús de todas las religiones se dieran cuenta de la gran crisis que vive nuestro mundo y, en un acto de clarividencia, se lanzaran a una nueva empresa de reespiritualización! Si fueran capaces de sustraerse a querer imponer su religión a los demás, harían un gran bien a la Humanidad, porque ahora los necesita de verdad: se siente con el alma vacía. La Humanidad necesita de ellos como maestros, que enseñen pero que no dominen.

¿Indignaos?

La crisis económica que barre especialmente actualmente al mundo occidental, y a Europa en particular, ha soliviantando los ánimos de las gentes y con razón. Los que han creado la quiebra económica con sus especulaciones inmobiliarias y valores en bolsa, están logrando que los gobiernos agachen vergonzosamente la cabeza y les salven a ellos la piel a costa de empobrecer y desproteger socialmente todavía más a los más desfavorecidos y, por primera vez, a las clases medias. El alcance social de la crisis es amplísimo.
Lógico es pues que el libro de Stéphane Hessel, “¡Indignaos!”, se haya hecho tan popular a manera de manifiesto-denuncia de ese reiterado abuso y del quietismo social y político que lo tolera. Cuarenta o cincuenta años atrás, los obreros habrían paralizado las calles con manifestaciones y barricadas. Las universidades se habrían llenado de asambleas constituyentes. Hoy día, ninguno de los tres poderes de un estado democrático se atreve a poner coto a tanto desmán y abuso de los especuladores, ni los ciudadanos abusados y especulados son capaces de plantarse y decir no. Gandhi decía que nada hay más revolucionario que la palabra no y negarse a obedecer. Esto es lo que diferencia un hombre libre de un hombre esclavo. “No cambiéis de opinión según os vayan las cosas. Quien cambie su mente según vayan las cosas, o se desdiga de sus palabras para hacer seguidismo de alguien, no es un hombre de la Vía”, decía el maestro Dogén en el siglo XIII.
En 2011, Madrid, Barcelona y muchas otras ciudades españolas y europeas se han llenado de gentes de todo tipo y edades para hacer evidente su justa indignación. Y para hablar sobre posibles alternativas al desafuero que se está perpetrando contra los más débiles…
Creo que es bueno indignarse contra las injusticias, aunque desde un punto de vista budista la ira y la cólera no son buenas: son una manifestación de nuestro propio sufrimiento causado por esa desincronía que antes mencionaba entre lo deseado y finalmente obtenido. Responder con ira sólo aporta más ira, más sufrimiento.
Hay que saber decir “no” desde la calma, por lo que, de entrada, expongo mi tesis. La solución no es la generación de un movimiento alternativo que sea capaz de imponer cambios a este estado de cosas que nos agobia. Esto es sólo un apaño. Durará lo que dure “la moda”, que no es más que una ilusión pasajera. La solución es un cambio de mentalidad y de valores, pero desde los de que se hallan “arriba” hasta los de “abajo”. Es necesario un cambio en nosotros mismos. No se puede seguir actuando en función de los estímulos que nos lleguen de las alturas o de lo que hagan o dejen de hacer los demás en nuestro entorno. Cada cual debe saber actuar por sí y según su conciencia. Las protestas, los manifiestos son importantes, pero no es lo único. Esto despierta conciencias, pero luego estas conciencias deben seguir despiertas en las gentes. El verdadero movimiento alternativo de gesta en nuestro interior.
Las actuales sociedades no pueden seguir funcionando con las mismas escalas de valores. Ni los estados pueden seguir estimulando esos caducos valores especulativos, ni las sociedades tienen que permanecer resignadas a ello. De poco sirve descabezar a un alto ejecutivo bancario de esos que cobran una prima de suma indecente si, por otra parte, entre todos admitimos que podemos vender nuestro precioso naranjal a un constructor gracias a que el ayuntamiento ha recalificado como urbanizable una antigua zona agraria a fin de obtener nuevas plusvalías. Hay que tener valores para que nuestra actuación según nuestra conciencia se mantenga acorde con lo que es adecuado y beneficioso no sólo para uno mismo. Bueno y justo es poder prosperar uno mismo económicamente, pero también es bueno y justo dejar a las generaciones venideras un panorama mejor que el que nosotros hemos encontrado. Suplantar un naranjal por una nueva urbanización de segundas residencias no aporta nada. Ahora, con la crisis, muchas de esas urbanizaciones no sólo no se han terminado sino que tampoco se va a recuperar el espacio natural o paisajístico que han echado a perder. Ilusiones volatilizadas, realidades perdidas: naranjales, pinares, viñas, secanos, prados, caletas, montes…
Todo el mundo quiere ser rico, y por la vía rápida. Tanto el pobre como el que ya lo es, que todavía ansía más. Es por eso que no es sólo un problema de “arriba”, sino que es un problema de todos. Ello es así porque todos lo consentimos. Y lo consentimos porqué nuestros principios se tambalean y la laguna de nuestra desmemoria alcanza ya nuestra materia gris. Es por ello que urge un rearme espiritual de las gentes. Hace falta el retorno de los valores fundamentales, y el primero de ellos el del respeto.
Por eso, creo que en medio de esta razonable indignación, una salida “a lo bolchevique” (perdón por la expresión trasnochada), por la revolución social, no lleva a ninguna parte si ésta no se funda en valores, y sino miremos la catastrófica caída de los regímenes comunistas de los países del este de Europa.
En España, ¿por qué cayó la dictadura franquista? Básicamente porqué en el mental de las gentes ya había suficiente de franquismo. Aquel sistema falto de respeto (por las ideas de unos y otros, por la religión de unos y otros, por el sexo de unos y otros), cayó por el hastío de la mayor parte de la sociedad. No cayó por ninguna revolución obrera y campesina dirigida por el Partido Comunista o los anarquistas. ¿Acaso no estuvieron 38 años en la clandestinidad luchando y sufriendo por ello? Al final, la dictadura (que no era sólo la figura del dictador sino incluso el esquema mental impuesto a la sociedad por su régimen) cayó porque la gente dijo ¡basta! en su propio interior. Y así ha ocurrido y sigue ocurriendo en todas partes. Sucedió en los países del Este de Europa, en Alemania, la antigua Checoslovaquia, Rumania, Rusia... Ha sucedido en los países del norte de África, en Egipto, Túnez, Libia… Una vez ingresa el ¡basta! en el interior de las personas, este surge al exterior y se materializa en el fin de la opresión. Al fin y al cabo, los que acaban “mandando” lo hacen porque nosotros les dejamos.
¿Hay que acabar con ese estado de cosas? Sí. Pero además de movilizaciones y demás hay que avanzar en un cambio de mentalidad: el restablecimiento de los valores. Y en eso creo que estaremos de acuerdo todas las gentes, sea cual sea nuestra condición, sexo, religión u opinión. En la voluntad de las gentes está que esto se lleve a término. Hay que hacer esfuerzos para ello, y en distintos ámbitos: el individual, el familiar, el social, el de los medios de comunicación, el económico y el político. Por ejemplo, ¿por qué no se educa adecuadamente en valores en las escuelas? ¿Es que sólo se puede educar en valores si se educa también religiosamente? ¿Es que no hay valores comunes a todos que hay que defender sea uno de la religión que sea? Y, en todo caso, ¿por qué una asignatura de ética debe ser o bien optativa o bien no evaluable? ¿Por qué ese menosprecio por lo espiritual? Pues tan importante es aprender matemáticas como aprender ética. Saber bien lo primero, seguramente nos hará sabios. Saber bien lo segundo, seguramente nos hará ser mejores ciudadanos y, seguramente actuaremos más adecuadamente y beneficiosamente para la comunidad cuando apliquemos las matemáticas en nuestra vida cotidiana. Las matemáticas ordenan nuestra vida. La ética, los valores, la regulan. Es eso es de lo que se trata, ¿no?
La sagacidad de los corruptos es hacer ver la ilusión de que todos puedan acceder a un estado de bienestar económico y social del día a la mañana y con el menor esfuerzo. Sólo hay que hacer perder los escrúpulos, es decir, los valores. Ahora surge el ¡Indignaos! Protestemos, ¡sí!, pero, a continuación, guiemos la luz hacia nuestro interior y observemos con honestidad cuál ha sido nuestra intervención y participación en todo ello. Y así veremos que todos nos hemos subido a la misma tabla de surf para ganar la misma ola.
Los poderosos siguen con sus ilusiones y, hambrientos, ansían todavía ser más ricos y poderosos a pesar de que hayan tenido que recortar sus beneficios. Los humildes constatan como sus ilusiones se han venido abajo, muchos han perdido su empleo y, muchos, además, la casa que compraron bajo hipoteca en medio de la nebulosa del aquí todo vale. Las ilusiones se desvanecen como una gota de rocío con el primer rayo de sol. La mitad endeudados, la mitad parados.
Una vez, el Buda fue invitado por su propio padre, el rey Suddhodana, a que impartiera una charla ante los miembros de la corte, y aprovechó para hablar de la vida política. Dijo: “los líderes políticos y los gobernantes deben ser un modelo. No os complazcáis en el lujo, pues la riqueza no hace más que aumentar la barrera entre vosotros y el pueblo. Vivid de manera simple y saludable y emplead vuestro tiempo sirviendo a los demás en lugar de correr tras los placeres banales. Un líder no puede ganarse la confianza y el respeto de su gente si no da buen ejemplo. Si amáis y respetáis a vuestro pueblo, el pueblo os amará y respetará. Un gobierno basado en la virtud no depende del castigo y difiere de uno regido por la ley y el orden. Según el Camino del Despertar, la verdadera felicidad se obtiene a través del camino de la virtud”. Cuando uno lee estas palabras parecen escritas por un lúcido comentarista de hoy en día… ¡y es de hace más de dos milenios!

Crisis en nuestros valores

Las iras de la indignación se dirigen hacia los políticos, pero también hacia los empresarios y financieros, y no sin razón sobrada para ello. Es absolutamente cierto que hay muchos empresarios honestos y honrados, que con gran esfuerzo personal e imaginación mantienen a flote sus empresas. Pero no hablamos de éstos que, por desgracia, son minoría en medio de esta crisis, que se ha venido en llamar “crisis financiera”, causada por empresarios y financieros sin escrúpulos que han maquinado en los mercados de valores, es decir en la especulación, no en la economía real o productiva. “Yo me creo que esto vale tanto y, no sólo te lo compro, sino que lo voy a revender a un precio superior porque estoy convencido que habrá otro dispuesto a creerse esa mentira”. Y cuando la base de esa pirámide de mentiras, que no es más que especular con lo ilusorio, se desmenuza en arena, todo lo construido arriba se desmorona. Políticos, empresarios y financieros han sido la punta de lanza del actual estado de las cosas, pero quién esté libre de toda culpa ¡que tire la primera piedra!
La actual es una crisis de valores reales, y no sólo de valores financieros cotizables en bolsa. Esta es nuestra crisis, ¡la de nuestros valores! De unos valores que se han cimentado en la mentira y el engaño, en la especulación ilusoria, en el deseo avaricioso, y que una gran mayoría ha compartido y sigue compartiendo.
Al respecto recuerdo un viejo cuento Zen que un día un discípulo le preguntó a su maestro cuál era la cosa más valiosa de este mundo, y el maestro respondió: “la cabeza de un gato muerto, porque nadie puede ponerle precio”.
Las ilusiones personales han creado un mundo ilusorio que ahora se derrumba como un castillo de naipes, y aun hay quien se queda atónito e incrédulo que haya personas con principios que todavía se atrevan a afear esa condescendiente actitud a través del angustioso grito de “¡Indignaos!”. La situación, la crisis financiera y de valores, no ha surgido inesperadamente como una seta, sino que viene gestándose desde hace tiempo.
Hay cultura de conocimiento, pero no hay cultura de valores. El conocimiento de lo material no ha hecho mejor al hombre y a la mujer. Se echa en falta una cultura del conocimiento espiritual.

Exaltación de la frivolidad

No hay que estar continuamente con el ceño fruncido, ni con las tablas de la Ley en la mano. Hay que saber reír y tomarse la vida con alegría y mayor desenfado y tranquilidad que como habitualmente lo hacemos. A veces las cosas se arreglan por sí mismas. Sólo hay que dejar fluir. El hombre sabio no se mueve, dice el Tao. Eso es así en la mayoría de las ocasiones. Esta actitud no equivale a un proceso de reflexión, que también, sino sobre todo de meditación: de dejar pasar, de no bloquearse… y nuestra mente encuentra por sí sola la salida, sin tener que poner a cien nuestro cerebro y pasar las noches en vela. Meditar no es ni indecisión ni holgazanear, sino parar y observar.
Sin embargo, en demasiadas ocasiones ante los problemas irresolubles o las insatisfacciones más íntimas no se suele hacer uso de una búsqueda de la calma interior y en cambio se suele caer en lo trivial como huida. Tanto individualmente como colectivamente. Así, hoy en día se exalta lo banal y, todavía, se hace espectáculo (y explotación comercial) de la podredumbre. Las televisiones programan cada vez con más intensidad programas frívolos y de chismorreos. Los diálogos se convierten en discusiones agrias, en exhibición de malos modales, y de insultos entre unos y otros (y cobran prima como más obscenos sean o se comporten). Y esos programas alcanzan grandes cuotas de audiencia.
La gente siempre ha buscado en la desgracia ajena un alivio a la propia. Antiguamente, cuando no existía la televisión ni esos programas del corazón (¡vaya mal corazón! sea dicho de paso), los chascarrillos corrían por escaleras, lavaderos, tertulias o mentideros. Hoy día, hemos mejorado nuestra capacidad de comunicación gracias a la tecnología pero, lejos de conducirnos a una mejora en las relaciones humanas, nos hemos aislado todavía más. Nunca tanta facilidad de comunicación ha llevado a la humanidad a tanta incomunicación. Esta es otra de las paradojas de hoy día.
La gente, demasiada gente, se vuelca así en programas televisivos de dudoso gusto y menos principios. “Il pubblico fa male alla televisione”, dijo una vez Umberto Eco. En definitiva es una exhibición de pocos escrúpulos, pero tanto por quien produce y emite ese tipo de programas, como por quien está dispuesto a engullirlos, puesto que sus gustos sus gustos alimentan la generación de ese tipo de productos. Nos solazamos en el lodazal y asistimos impávidos al auge de los nuevos héroes populares: los que venden sin pestañear sus intimidades, los delincuentes confesos, los que enaltecen contravalores como la deslealtad, la ira, la mentira y la envidia. Esta es una terrible rueda kármica que embrutece a quien lo protagoniza y a quien lo contempla sin escandalizarse. Eso no es más que un abandono de los valores tradicionales.
Y si así tenemos la TV que nos merecemos, también tenemos los políticos que nos merecemos cuando tiramos la toalla de la rebeldía y nos recogemos con el albornoz del conformismo. Cuando renunciamos a pensar por nosotros mismos para que otros piensen por nosotros, estamos renunciando a vivir nuestra vida para que otros lo hagan a costa de nuestra vida. En democracia, los políticos electos son quienes nos representan, pero cuando algunos caen en la corrupción y otros todavía los amparan por mero corporativismo o interés de estrategia política, arrastran a los demás políticos honestos en esa pendiente. Hay políticos honestos en todas las tendencias, en la derecha y en la izquierda, pero todos se devalúan cuando son incapaces de destronar a los corruptos que, además, tienen la osadía de presumir de ello o de burlarse de quienes los critican ante la indiferencia de todo el mundo. Falla la democracia, pero a todos los niveles.
Con la malversación de los principios democráticos no es extraño que aparezca un sentimiento general de suplantación en nuestra conciencia, y entonces todavía aparece un nuevo elemento angustioso: la abstención electoral. La gente honesta, y anonadada, se queda en casa en día de las votaciones, con lo que todavía se alimenta mucho más esa espiral. Hitler llegó al poder a través de las urnas: los suyos votaron y los obreros de izquierdas se abstuvieron. ¿Se puede olvidar eso? Esa actitud permitió una cadena de acontecimientos que terminaron en una guerra terrible con más de 61 millones de personas muertas. Hay cosas ante las que no se puede ceder. El derecho a voto es irrenunciable. Una persona un voto. Por ese derecho han muerto y siguen muriendo millares de personas en ese mundo. ¿Cómo se puede tolerar el desencanto del primer mundo, en el jardín de la democracia? Ciertamente, la abstención está amparada por ley, es legal, ¿pero es digno? ¿Qué valor encarna?
Hay que votar. Es un acto de plena conciencia. Ahora y aquí. Nadie puede suplantarte. Nadie puede votar por ti, como nadie puede vivir por ti. Es el acto social individual más importante. El voto individual es poderoso, como una gota de agua que agujerea una roca. Renunciar a votar es renunciar a ser uno mismo. Es un acto depresivo del que solamente se aprovechan los que alientan el miedo a los extranjeros, el odio de los unos contra los otros, de los que se erigen en la esencia de valores patrios y morales absolutamente restrictivos y excluyentes respecto a los que no piensan como ellos, de los que miran con complacencia a los corruptos... No se puede permitir por dignidad que esto sea lo que acabe triunfando. Hay crisis económica, y hay personas que padecen hambre. Pero la verdadera crisis se encuentra en nosotros mismos y no tiene nada que ver con la riqueza material de cada uno. La crisis de valores es pavorosa. La crisis espiritual de nuestra sociedad es brutal, y eso es lo que está haciendo más daño a nuestra sociedad. Eso es lo que nos impide levantar la cabeza y afrontar sin miedo, no ya el futuro, sino el presente.

Pero ¿educamos a los hijos?
En las sociedades modernas se ha avanzado muchísimo en lo referente a las relaciones entre padres e hijos. Muchos padres presumen de ser colegas de sus hijos. Pero ¿no sería mejor que presumieran de ser padres y madres de sus hijos? Es decir, que ejercieran de educadores. La educación se da en diversos estadios de la sociedad, pero el núcleo duro de la educación es la propia familia. Hay muchos tipos de familia, como la integrada por padre y madre, padre solo, madre sola, madre y madre o padre y padre, pero ese no es el debate. El debate es que quien quiera ejercer de familia debe hacerlo y no delegar. Los valores y los principios se enseñan desde tierna edad. Desde el día en que sales por vez primera a pasear con tu hijo y al ver que tira al suelo el envoltorio del caramelo le llamas la atención y le explicas que hay un lugar para eso, que la calle es de todos los niños. Actuaciones sencillas como ésta son las que acaban determinando el carácter del futuro.
Los valores y la tradición siempre han seguido el hilo de la familia, y la familia el de la sociedad, que se ha realimentado con los nuevos hijos. Es la base de la interdepencia social. En los últimos años todo eso se ha encomendado casi en exclusiva a los maestros y maestras, que han pasado a denominarse educadores cuando de hecho son instructores e introductores en las fuentes del saber. Los maestros y maestras también tienen un papel educador, ¡por supuesto! Pero como lo tienen amigos, parientes, vecinos, políticos, medios de comunicación… la sociedad en su conjunto. La sociedad es educadora, y educa en función de sus valores, de los valores comúnmente compartidos por todos. Ese todos nos incluye a nosotros también, no vivimos en un mundo aparte.
Al hacer recaer la responsabilidad exclusiva de la educación en los enseñantes, los papeles se han confundido, y el balance es preocupante: los hijos pierden el sentido del esfuerzo, el fracaso escolar va en aumento, y los profesores incrementan las bajas por depresión.
Hay que asumir la propia vida y nuestro propio rol en esta vida. Si somos padres o madres, hay que actuar como tales. Un maestro o una maestra, por muy buenos o competentes que sean nunca podrán educar como unos padres a sus hijos a partir de un amor sin condiciones y, muchas veces, sin reciprocidad por parte de ellos. Y aunque se enojen entre unos y otros, los padres y madres siempre lo seguirán siendo y los hijos igual. Es un vínculo de por vida. Esto ya indica lo especial que es esa relación, y lo ligados que están los unos y los otros.
El amor, el cariño, el desinterés, la dedicación a los hijos es fundamental, claro está. Pero hacer la vida fácil no es hacer un favor. Hacerla menos complicada sí. Actuar con exceso de tolerancia tampoco es hacer un bien, sino seguir la senda de un amor mal entendido. Creemos que amar es condescender en todo, porque para imponer restricciones ya están los maestros y las maestras. Error. Amor es ayudar al otro a formarse, a saber plantar cara a las dificultades, a ganarse la vida, a resurgir, a salvarse. En términos generales, con la conducta que se sigue más que educar a los hijos se los subvenciona, y así sólo se les incapacita y se les deja inermes ante su futuro. Se dice ya en Europa que nuestros hijos vivirán en peores condiciones que nosotros... pues vamos mal, porque les hemos educado como si esto fuera el País de las Maravillas y no como realmente es el mundo. Hay un aforismo Zen que dice: “un discípulo pobre usa la influencia del maestro; un discípulo mediano admira la bondad del maestro; un discípulo bueno se fortalece bajo la disciplina del maestro”.
Se abusa de la escuela por qué no se hace un uso debido de la familia. Y aun así se producen situaciones contradictorias en relación a aquellos. Si por una lado encomendamos a maestros y maestras, la educación integral de nuestros hijos porque nosotros no tenemos tiempo para ser padres, por otro lado los miramos con recelo si alguno se atreve a castigar o a reprender a nuestros queridos niños. ¿Cuántos maestros han sido agredidos por el simple hecho de llamar al orden u oponerse a malas prácticas de alumnos suyos, hijos nuestros? ¿Cuántos expedientados? La educación es amor, pero amor es también el deber de decir en ocasiones “no”, que por ahí no, y que como sigas por ahí habrá que tomar medidas. Si eso lo entendemos en casa, por qué no en la escuela. ¡No a mi hijo, que es el más sublime de todos esos críos maleducados que van a su misma escuela! Y eso lo piensan todos los padres… es triste, pero eso es una absoluta falta de respeto por la labor de maestros y maestras, y por los demás padres y madres. Y luego se extrañan que con 30 años sigan durmiendo en la cama que se les compró cuando a los 10 años empezaron a hacerse mayores, y que sólo la abandonen los fines de semana para irse de diversión con sus amigos (porque entre semana ya se traen alguna noche a la novia o al novio, que es más barato que ponerse a vivir juntos y, de paso, ahorra problemas de convivencia).
Enseñar a ser consecuentes con las propias responsabilidades o decisiones es papel ineludible de padres y madres. Quizá no está de moda hablar tanto del concepto familiar, pero no por ello ésta deja de existir. Durante demasiado tiempo la familia ha sido anatematizada como un elemento represor y opresor de la individualidad. Cierto que hay padres que se conducen con un afán obsesivo de tenerlo todo controlado o por querer conformar a sus hijos e hijas a su imagen y semejanza. Esa es una actitud de poco respeto a su persona. Y también no es menos cierto que hay padres y madres que, por un concepto de amor mal entendido, delegan y renuncian a ejercer como tales. Esa también es una actitud de poco respeto. En el equilibrio está la virtud, decía el Buda.
El deber de todo padre y madre es educar y enseñar a los hijos a ser adultos: ciudadanos con principios nobles y justos, ciudadanos con valor para enfrentarse a la vida. Que la vida son cosas buenas y malas, pero que así es la vida. Se nace pero también se muere, ya que si no fuera así no sería la vida, sería otra cosa de momento inimaginable. Hay que enseñar que hay que saber afrontar la vida tal como viene. Y eso raramente se aprende por sí solo en la cuna ¡No por mucho proteger y rodear con algodones a nuestros hijos se nos van a estropear menos! ¡Que no son tomates! Son seres vivos que, como nosotros mismos y queramos o no, deberán cumplir su papel vital: nacer, crecer, desarrollarse y morir.
Y que también quede claro: muchos padres tienen la suerte de tener los hijos que tienen, porque en muchos casos son sus mejores educadores y ejemplo; y que los jóvenes de hoy día tampoco lo tienen sencillo a pesar de las facilidades obtenidas de los padres o de una sociedad paternalista. El acceso a un empleo digno, y fijo, no es lo común, por ejemplo, a pesar de que la mediana de formación sea elevadísima entre los jóvenes. La mayoría sólo obtienen empleo de becario… ¡y hasta pasados los treinta! Esa es una desincronía brutal que sólo llena de insatisfacción a la juventud. La ilusión de obtener un título de licenciatura o de varios másteres ha dado demasiado a menudo un resultado de frustración. A veces, con la mejor de las intenciones generamos un mal karma en quienes más queremos. Educación es ayudar a encontrar una vía de vida. ¿Desde cuándo para saber hay que obtener un título? Un título es algo instrumental. Es bueno tenerlo para según qué cosas o actos administrativos. Pero el objetivo no es llegar al título. El objetivo es aprender y formarse. Para saber sólo hay que querer saber. Eso es generar sabiduría de vida.

Falta de respeto

El desempleo, el fracaso escolar, la delincuencia, pero también el racismo, la intolerancia, los accidentes de tráfico, la violencia machista contra las mujeres… parecen cosas distintas que se deben a causas distintas, y alguien se puede sentir ofendido por ser mezclado aquí, pero todo tienen un mismo trasfondo: la falta de respeto por los demás.
Las sociedades occidentales han avanzado tanto en derechos como en menosprecio por los derechos de los demás. Uno se puede creer que tienen todos los derechos del mundo, y los tiene… hasta el límite de los mismos derechos que tiene otro. En la vida no hay sólo derechos. También hay deberes. Y el primer deber es el del respeto por el otro: por su vida, por su manera de ser, por sus opiniones… No se trata de tolerar. Se trata de reconocer al otro tal como es, y al derecho que le asiste serlo: ¡es su vida! ¿Es que a nadie se le remueven las entrañas conociendo, día a día, como una mujer es asesinada en España por su pareja por el único hecho de evitar que sea que lo que ella desea ser? ¿Con qué derecho el hombre se erige el Dios vengador? ¿Con qué derecho el hombre puede matar a una mujer por el sólo hecho de considerarla de su propiedad?
Esto es lo más terrible, ciertamente, pero hay otros hechos que no por menores ayudan a definir con más precisión el contorno de lo que podríamos denominar como el mundo sin respeto. Por ejemplo, los accidentes de tráfico de cada fin de semana. ¿No se cuentan los muertos por decenas en España? Los heridos ni los detallan los informativos porqué ya aburren. La mayor parte de los accidentes son debidos a no respetar el código de la circulación. Viajamos solos. Los demás no importan. Los demás deben atenerse a nuestra circulación. Los demás nos importan un rábano, incluso su vida, o las de sus mujeres o hijos, aunque sean bebés.
Nuestra vida cotidiana está jalonada de constantes muestras de falta de respeto. En grado grave, y en grado leve, claro está. Pero todo va sumando. Como, por ejemplo, en el comportamiento de algunos ciclistas, que se creen invisibles y se comportan como energúmenos circulando por la ciudad; en el de algunos skaters que, además de sortear a los transeúntes, no dudan en cargarse el mobiliario urbano para la realización de sus piruetas; o en algunos moteros, que circulan por las calles como por una pista de slalom o apuran excesivamente los semáforos; o de algunos taxistas o transportistas, que deambulan por la ciudad a su ritmo sin importarles si bloquean o no la circulación. A todos les parece que su actividad es la más importante, y que los demás sólo están allí para entorpecerla. A demasiada gente le parece de idiotas y timoratos respetar el código de la circulación. Hay accidentes porque no se respeta a los demás.
También es falta de respeto propagar bulos sobre los inmigrantes por odio racista, xenofobia, envidia o lo que sea: que si no pagan los impuestos debidos, que si tienen impunidad, que si las leyes los favorecen en detrimento de los del lugar, que si copan las ayudas sociales… ¿es que acaso esa gente no es de lo más desprotegido? ¿Es que no tienen derecho a ganarse la vida? ¿Es que no hay infinidad de ingenieros, maestras, licenciados y licenciadas inmigrantes que, por un misérrimo sueldo hacen de jornales y realizan los peores trabajos, o que incluso cuidan de nuestros ancianos, que son nuestros padres y abuelos, porque nosotros somos incapaces de cuidarlos a menos que renunciemos a nuestro estilo de vida? ¿Quién falta el respeto a quién? ¿Cómo se puede olvidar que España fue un país de emigrantes y que sus gentes pasaron por lo mismo que los que ahora llegan de país extranjero?
Hay intransigencia de la gente con la gente. “¡No en mi patio!” es el lema. Todos convenimos que las prisiones son necesarias, pero nadie las quiere en su barrio. Todos opinan que son necesarios comedores sociales para gente sin techo, pero que no sea en nuestra calle. Todos abogan por centros que eduquen a jóvenes en peligro de exclusión y situación de predelincuencia, pero que no sea en la casa de al lado. ¡Qué poca gente es capaz de asumir molestias en beneficio de todos! Qué poca gente comprende que convivir es soportar a los demás, como los demás nos soportan a nosotros.
Nada que nos moleste a nuestro lado. Que se lo pongan al vecino. Hay quien no entiende que vive en una sociedad urbana, y se mira su piso en la ciudad como si fuera una casa aislada en el campo, rodeada de pajaritos y arbolitos, pero acosada por unos energúmenos que son los vecinos y que no para de maquinar para fastidiarles. Sin embargo, abandona la ciudad y se va al campo y tampoco acaba estando a gusto. Se encuentra aislado, sin los servicios, comercios y escuela de los niños a la vuelta de la esquina. El trabajo lo tiene a hora y pico de distancia en tren y pierde su tiempo libre en el transporte. Y la vida se le sigue haciendo pesada. ¿Qué queremos? ¿No será que no estamos a gusto con nosotros mismos y proyectamos nuestra frustración hacia todo lo que nos rodea?
Vivir no es tener una burbuja protectora a nuestro alrededor. Queremos lo que soñamos, y no apreciamos lo que tenemos. Eso es lo que nos hace sentir desgraciados. Somos infelices porque no aceptamos la realidad tal cual es, a nuestro vecino tal cual es, a nuestra calle tal cual es, a nuestra vida tal cual es, nos volvemos intolerantes con todo y con todos, incluso con nuestra propia vida. ¿No será que somos nosotros mismos los que lo estamos haciendo mal? ¿Por qué la responsabilidad de lo que ocurre la tienen siempre los demás? Demasiadas veces así pensamos, y así se nos pasa la vida… amargamente.
¿Por qué no utilizamos en positivo todo lo que nosotros mismos tenemos en positivo? ¿Por qué no disfrutamos de lo que ya tenemos? Seguramente por qué no tenemos una actitud mental correcta. Es la mente la que nos hace sentirnos afortunados o desgraciados, mucho más que lo que nos rodea, por muy objetivo y real que nos parezca. El budismo sitúa el origen de esa situación de insatisfacción en lo que se denominan como los Tres Venenos: la ignorancia, el deseo y la ira. En la simbología del budismo tibetano los Tres Venenos se representan en el centro de la Rueda de la Existencia, y se les dibuja como un cerdo, un gallo y una serpiente que se persiguen en un torbellino sin fin. El Buda plantea poner remedio a esos venenos transformándolos desde la individualidad de cada persona. Poner fin a ese estado de cosas es el despertar.
Por tanto, quien todavía dude de la influencia del estado mental en nuestra vida es que no quiere ver la realidad. La calma de nuestra mente es la calma de nuestro espíritu, del sentido de nuestra existencia en esta vida. Por tanto, cuanto mayor sea esa calma, mayor será nuestro estado de felicidad. Para eso sirve la meditación. La calma mental no es un estado apático, distanciado o insensible respecto nuestro entorno. La calma mental tiene sus raíces en el afecto y la compasión, y supone un elevado nivel de sensibilidad y sentimiento, nos dice con palabras de sabiduría el Dalai Lama Tenzin Gyatso.
Ciertos deseos son positivos tenerlos, como el de felicidad, el de paz, el de justicia o el de equidad. Son deseos que se relacionan con el optimismo y la esperanza, y cuya aspiración y realización pueden aportar un bienestar general, y que hay que tener la lucidez de diferenciar de los deseos que conducen a la insensatez y al engaño, que sólo aportan problemas y sufrimiento. La frontera entre lo negativo y lo positivo de un deseo o acción, nos dice el Dalai Lama, no viene determinada por la satisfacción inmediata, sino por los resultados finales, por las consecuencias positivas o negativas que ocasiona.
La calma mental que surge de un estado meditativo genera una disciplina interna que se armoniza con el entorno, nos relativiza lo que poseemos o dejamos de poseer, y lo que a nuestro alrededor nos fastidia, de manera que aunque nos falten las posesiones materiales que uno consideraría necesarias para alcanzar la felicidad, será posible tener una vida feliz.
Seguramente la verdad está compartida por todos. No está ni en mis palabras ni en ti, lector o lectora, que la buscas mientras me lees y yo desconozco tu verdad. No hay una verdad y todo lo demás, las restantes miles de cosas de más, son mentira. Eso sería como decir que en el universo sólo hay un sol y todas las demás estrellas, infinitas como los granos de arena del desierto, son producto de nuestra imaginación. La verdad es tangencial. Orilla muchas verdades y mentiras. Sólo la conducta recta conduce a la verdad. Esa es la gran enseñanza de Buda… y de Cristo, y de Mahoma, y de Laozi, y de Confucio…. Se hace difícil alegar ignorancia habiendo habido en este mundo tantos y tan buenos maestros.
Te lo ruego, tú que me lees, ten fe. La fe no es creer a ciegas en algo. Fe es tener confianza en tí mismo y en los demás. Es tenerla en el precioso orden del Universo del que tu formas parte quieras o no quieras, ¿acaso no dependes de su aire o de su agua como el resto de seres vivos? El maestro Sosán escribió en el Shinjinmei: “el ignorante se encadena a sí mismo”.

Por un modelo de felicidad

Hay incertidumbre y desasosiego pero… ¡No es el fin del mundo!... Pero si debe ser el fin de un determinado modelo de mundo.
Ni “¡Arrepentíos!”, ni “¡Indignaos!”. Ni somos culpables y hay que temer la llegada inminente del Apocalipsis, ni hay que tomarse venganza y cortar las pelotas a tanto especulador sin escrúpulos, a tanto político corrupto, a tanto miserable que se enriquece explotando a los más míseros o a tanto psicópata al que no le tiembla la mano asesinar a su igual. No existe un modelo de régimen político bueno y los demás son perniciosos. El capitalismo no es la panacea, pero tampoco lo ha sido el comunismo… ni los regímenes laicos, ni los teocráticos. La religión, como la política, es un invento humano y, por tanto, sujeto a error. No hay una política buena o una política mala. Las políticas que buscan el bien, son buenas. Las que causan sufrimiento o se basan en el daño ajeno, malas. Hay políticos que buscan el bien de los demás, y políticos que sólo buscan su bien aunque para ello tengan que causar daño a los demás. No todos los políticos son funestos, como tampoco son angelicales todos los religiosos.
No obstante, cada uno debe jugar su papel. Las leyes políticas y sociales ordenan la vida y persiguen los delitos. Por suerte todavía no se ha inventado el método para saber si lo que piensa una persona es delictivo o no. No existen leyes para el pensamiento. Por eso las religiones deben ayudar a poner orden en los pensamientos. Malo es cuando las leyes pretenden poner coto al pensamiento y las religiones administrar la vida civil. Y esa ha sido la norma, por desgracia. De manera que, hasta el presente todos los modelos políticos y religiosos se han demostrado incapaces de organizar un mundo feliz para los humanos.
El tradicional antagonismo dialéctico político entre capitalismo y comunismo se ha demostrado bastante ineficaz e insuficiente para el avance del bienestar humano. El bienestar interior, se entiende. Uno y otro sistema han sumido a la humanidad en un vacío interior. El capitalismo ha hecho de la defensa de lo religioso su bandera contra un comunismo que ha hecho de lo anticlerical la suya. En el fondo, unos y otros han ido desposeyendo a lo religioso de sus valores de tanto instrumentalizarlo en positivo y en negativo. Las sociedades modernas, hayan sido de uno u otro signo, sólo se han preocupado de la prosperidad material y han olvidado las necesidades del espíritu, que lo han considerado una cuestión de cuentos de viejas o, en todo caso, cursi, caduco, anticuado o antiprogresista.
Las sociedades teocráticas tampoco han conseguido resultados ejemplares. La mayoría de las que han existido sólo han conseguido, por el contrario, ahogar a las gente con sus rígidos modelos sociales o culturales cimentados en dogmas de fe, es decir en principios indemostrables. La falta de respeto por los demás (por lo que piensan, creen, o sienten) es proverbial en todos. El Dios que predomina lleva barba y fundamenta su teología en la venganza y del ojo por ojo, diente por diente. Y si la tierra es plana y todo el universo gira alrededor suyo, pues es así. ¿Qué otro ser actúa así en la naturaleza aparte del ser humano? ¿Acaso las especies tanto vegetales como animales no se armonizan entre ellas para integrar un conjunto? ¿Por qué el hombre insiste una y otra vez en querer actuar como un demiurgo? Ese sí que es un misterio y no si existe o no Paraíso o Infierno. Esa actitud mantenida hasta hoy es el misterio que los humanos debemos resolver por el bien de nuestro propio mundo.
En Occidente hemos imaginado un Dios a semejanza del hombre, no del Universo. Un Dios fruto de nuestra limitada conciencia e inteligencia. ¿Dios no existe entonces? Lo desconozco. Sólo conozco la armonía de la naturaleza. El día se compone de día de luz y día de noche. El hombre y la práctica totalidad de las especies animales y vegetales disponen de dos sexos. Hay muerte porque hay vida, y hay vida porque hay muerte. Lo uno no existe sin lo otro. Hay hombres porque hay mujeres, y hay mujeres porque hay hombres, aunque ellos hayan impuesto un mundo a medida y semejanza suyo.
El hombre debe aprender mucho de la mujer y no sólo a sojuzgarla o a vejarla. La sabiduría está en las mujeres. Vayan en metro y observen: las mujeres leen libros, los hombres periódicos de deportes (los que leen, claro). Vayan al tercer mundo: los microcréditos que levantan familias se conceden a las mujeres, no a los hombres. En el África subsahariana, el peso del mantenimiento de la familia va a cargo de la mujer, el hombre zanganea… Las mujeres llenan teatros y cines. Los hombres llenan bares y pubs donde hay un partido de fútbol… Si existe Dios, para mí es a semejanza de la mujer, un dios generador. El hombre oprime, veja o anula a la mujer por anteponer su deseo de poder. Esa actitud no denota más que miedo, y eso se genera en nuestra mente

Meditar es revolución

Está claro, pues, que la felicidad depende de un equilibrio. La naturaleza es equilibrio entre fuerzas desiguales. Una fuerza compensa a otra o a la suma de otras, por eso los ecosistemas o nuestro propio cuerpo son tan complejos. La existencia de una especie compensa o es fundamental para la existencia o supervivencia de otra. El equilibrio es reconocer al otro. Y el orden humano llevado hasta la actualidad no ha sido especialmente ejemplar en reconocer nada. Ha sido un desequilibrio egoísta absoluto.
Por esa razón, el nuevo y necesario orden debe asentarse en el interior de las personas: es la revolución de las mentes.
Crisis… a vueltas con la palabra… si nos ceñimos de nuevo en intentar resolver sólo el problema económico de la superficie, debajo nos quedará el problema de siempre por resolver. El ser humano es cuerpo, pero también es mente y es espíritu. Si tomamos la imagen del iceberg, lo que sobresale sería la parte corpórea (el ámbito material de la vida); la línea de flotación, la mente, la que administra lo que sucede en la parte material y en la parte sumergida, el espíritu. Y como en un iceberg, la parte sumergida son las dos terceras partes del total.
Todo el mundo admite que hay que alimentar al cuerpo para que viva. Que hay que suministrarles medicinas para que sobreviva. Que hay que hacer ejercicio para que la vida sea saludable. Si somos conscientes de la importancia de nuestro cuerpo, ¿por qué no se la damos también a nuestro espíritu cuando es realmente nuestro motor interior? Basta de ilusiones y deseos. Debemos sosegar nuestras mentes.
El Tao dice: “El hombre sabio no se mueve”. Debemos aquietarnos. La vida no es imaginar el mejor de los mundos, con sus posesiones, lujos y placeres cumplidos, porque después no llegan a cumplirse y eso es sufrimiento. Vivir la vida es darse cuenta donde pisan tus pies, porque ahí está la felicidad. Lo pasado, pasado está. Lo futuro está por ver. El presente es pasado y futuro a la vez. Y lo que ahora hagas, así será tu futuro. El presente es realmente lo importante. Ahora soy, y ahora estoy aquí. En el ahora y aquí se halla la felicidad. El maestro Zen Tokuán escribió en el siglo XVII:

No habrá otro día como el de hoy.
Aunque insignificante, es como la joya más grande.
Este día no volverá.
Cada minuto vale lo que una joya de valor incalculable

La vida no es un transcurrir de árboles a los lados de la calzada mientras conducimos nuestro coche por una carretera a gran velocidad. La vida es parar y observar como cada árbol tiene su propia entidad, su tipo de corteza, sus nidos de hormigas propios y sus pájaros posados en sus ramas, que sus propias hojas tapizan la base de sus raíces, y que se ven desnudos, con brotes, con frondosas hojas verdes o con hojas marchitas según el momento del año… y que desde cada árbol se percibe una perspectiva distinta del paisaje. Cuando nos damos cuenta de eso, y paramos nuestro vehículo en la cuneta, entonces empezamos a gozar de la vida.
Darse cuenta de todo ello es el fruto de la meditación: saber en qué momento vives y reconocer lo que te rodea.
Meditar no es quedarse absorto o ido. No pasar de todo. Tampoco es no parar de pensar o reflexionar. En occidente el término meditar se usa como sinónimo de todo esto, pero meditar no es eso. La meditación es un proceso de interiorización, de oírnos a nosotros mismos por dentro, más allá de todo pensamiento o de cualquier formación mental. Es no-pensamiento. Es el estado de vacuidad en el que tiene lugar la generación de los pensamientos. Ese estado de concentración y de paz mental es lo que hace 2.500 años predicó el Buda y sigue siendo válido como el primer día. Y eso es lo que 2.500 años después no se sigue, y así pervive el sufrimiento.
El hambre física y la falta de techo, así como la enfermedad y la muerte, se suelen apuntar como las grandes causas de todo sufrimiento. Pero, ¿no lo es también la ausencia de afecto y compasión? Una persona que puede morir de inanición o por falta de medicinas merece ser atendida con la máxima celeridad, ¡claro está! Pero incluso los médicos ortodoxos saben que el amor y el afecto, cosas intangibles donde las haya, no suministrables ni inyectables, pueden ser una gran medicina.
Hay que dar medios a la persona para que ella misma, y con ella su gente, pueda encontrar caminos de vida más dignos. Obtener justicia en el ámbito social y reconocimiento económico son, sin duda, medios necesarios. Pero no lo único.
Apaciguar la mente, fortalecer el espíritu, dotar a nuestro cuerpo de comportamientos y acciones más justas… Ese es el poder del individuo. Por ahí se dirige la meditación, y por eso meditar es hoy en día una actitud revolucionaria.
En un mundo que tiende a tenernos absolutamente abducidos y controlados, la meditación, que depende de nuestra propia determinación, y que nadie puede hacer por nosotros, representa nuestro camino más genuino en esta vida. Nadie nos lo puede robar. En este mundo en que nos falta tiempo para tener tiempo, nuestro tiempo, el propio, el personal, es nuestra gran riqueza. Nadie muere por nosotros. Nosotros nos morimos cuando terminamos nuestro tiempo.
¡No seamos estúpidos! Nuestra vida tiene un límite. El tiempo pasa que vuela. De niño, el paso de un año nos parece toda una vida. De joven, uno se ve fuerte y con un crédito vital casi ilimitado. De adulto, los deberes y los deseos de prosperar nos hacen invertir nuestro tiempo en producir y reproducirnos, pero también en sustraer tiempo nuestro a nuestro cónyuge, a nuestros amigos, a nuestros parientes, a nuestros hijos… incluso a nosotros mismos. Perseguimos ilusiones vanas subidos en un 4X4. Tenemos tiempo, pero sólo lo invertimos en cosas materiales.
Sólo con la sabiduría adquirida con la ancianidad, o con anterioridad gracias a un momento de lucidez surgido como una centella, te das cuenta de que un año es un segundo, de que a la cuenta de la vida se le acaban los fondos, y que para llegar hasta donde has llegado te has perdido demasiadas cosas que nunca vas a recuperar por mucho dinero u honores que hayas obtenido.
El tiempo que dedicamos en exceso al trabajo nunca nos será devuelto para invertirlo en las cosas que realmente nos interesan. Siempre recordaremos con amargura aquel momento que regateamos estar con nuestros hijos, nuestra pareja, nuestros padres, nuestros viejos abuelos o nuestros amigos, y luego resultó que a aquella evasión se le sumó otra, y otra, y al final nuestros hijos crecieron y nos perdimos su infancia que sólo vivieron los monitores de la guardería. Nos perdimos a nuestra pareja, sus complicidades y las mariposas que nos hicieron alterar el estómago, y nos quedamos en un sórdido divorcio o en una cansina rutina atada por intereses económicos. Nos perdimos a nuestros padres, porque nunca teníamos tiempo de ir a visitarlos. Nos perdimos a nuestros abuelos, por lo mismo, y encima se nos fueron antes. Nos perdimos a nuestros amigos porque enfriamos nuestra relación, se cambió de ciudad o se murieron antes que nosotros.
Pero de lo que nunca, nunca, nunca nos arrepentiremos será del expediente, del e-mail, del memorándum, del balance contable, de la hilera de ladrillos o de la ventana que dejamos inacabados aquel día en que decidimos decir basta cuando, al haber cumplido con nuestro horario laboral con eficiencia y responsabilidad, decidimos irnos con los nuestros. Esta falta de “responsabilidad” será olvidada en cuestión de horas. No acudir a lo que realmente nos importa nos perseguirá toda la vida.
No abandonar las obligaciones autoimpuestas a su debido tiempo es perder el tiempo. Y perder el tiempo es, en definitiva, dejar que se pierda la vida. Nuestra vida. Sólo nosotros vivimos nuestra vida. Nadie la vive por nosotros y nos cede luego los créditos conseguidos. Nosotros mismos nos hacemos la vida. Nosotros mismos nos la andamos. Nosotros mismos nos despedimos de la vida y de aquellos que encontramos en nuestro camino mientras vivimos.
Pero llega un momento en que la propia maduración de nuestro cuerpo y mente hace que nuestro interior tenga algunos chispazos. Algunos conatos de cortocircuito. Se te muere inesperadamente un ser querido y entonces descubres lo terrorífico que puede ser una enfermedad en un cuerpo al que no le has prestado demasiado importancia porque te parecía irrompible e incombustible, y que tu o los seres queridos que todavía te quedan puedan seguir el camino de aquél que se fue. Te das cuenta que ya no eres inmortal, que tú también seguirás la misma senda. Y entonces te da vértigo ver cuán deprisa han pasado los años y cuantos minutos, días, meses, años has pasado inconscientemente… “¿y yo qué he hecho en todo ese tiempo?”, te preguntas. Mejor no esperar a llegar a ancianos para darse cuenta de todo ello, ¿verdad?

Somos Universo

Todos los humanos estamos formados de lo mismo aunque nuestras formas o lo que los demás perciban de nosotros sea distinto a lo que cada uno es. La diferencia en la apariencia es un accidente de la naturaleza, de la misma forma que existen geranios rosas, blancos o rojos. Todos son geranios. Los animales también participan de parte de nuestra esencia biológica. ¿Y las plantas, no nacen, crecen, se multiplican y mueren como los humanos y los animales? Y las rocas ¿no están formadas de átomos como nosotros y nosotros compartimos los elementos y minerales que ellas contienen? ¿Seres vivos? ¿Acaso los electrones de una roca de cal o de granito no están en movimiento como los nuestros? ¿Dónde está pues la línea que marca lo vivo de lo no vivo?
Nuestro cuerpo es un mundo de mundos. En nuestro interior se realizan múltiples moléculas de elementos que, una vez compuestas, se realizan en células, seres vivos que a su vez se realizan en tejidos y en órganos. Nuestro cuerpo está compuesto de un número casi infinito de pequeños seres cohesionados en una forma global. ¿Acaso eso no es un Universo? Si en nuestro interior ocurre eso, ¿qué somos sino nosotros respecto al conjunto del Universo? ¿Cómo una célula de ese gran cosmos? ¿Cómo si fuéramos un virus? ¿Cómo un quark? Un sabio patriarca Zen decía que el Universo cabe en la palma de la mano.
Somos esencia de universo. Hacia nuestro interior, y en la proyección al exterior. Nuestro cuerpo es sólo la pantalla de interrelación entre nuestro universo interior y el gran Universo exterior. Somos Universo, o Dios quien crea en Dios. Jesús decía que todos somos hijos de Dios, de un Dios único. ¿No es decir lo mismo aunque con distintas palabras? Si miramos una limpia noche estrellada hasta el infinito, o un horizonte que se pierde en el mar, o la profundidad y diversidad de un bosque quedaremos absortos y asombrados de su inmensidad y perfección. Nos daremos cuenta de nuestra pequeñez pero también de que formamos parte de todo ello.
El Universo se realiza en su unidad. Y nosotros estamos inmersos en ella. ¿Que habrá después de la muerte? Quién sabe. Lo único cierto es que nuestro cuerpo abandona su vida y se disuelve en los elementos que pidió prestados a la naturaleza para nacer, crecer, desarrollarse y morir. Einstein fue quien dijo que nada de este mundo se destruye, sino que se transforma en una especie de reciclaje continuo manteniendo así nivelado el ciclo del Universo.
Cuando un ser viviente muere, el cuerpo, lo que nos sostuvo, regresa al polvo devolviendo a la Tierra los minerales que le tomamos prestado; nuestra agua, que nos otorgó la cohesión de nuestro cuerpo, vuelve al agua por evaporación; nuestra energía interior que nos impulsó y expandió por la vida, se apaga y es absorbida por el entorno; y nuestra conciencia se libera como el aire.
El budismo tibetano vincula directamente el momento de la muerte a cuatro fases que se relacionan directamente con los cuatro grandes elementos: tierra, agua, fuego y aire. Tierra, la piel del moribundo palidece y el cuerpo pierde su fuerza y ya no responde, de manera que ya casi no puede ni abrir ni cerrar los ojos; Agua, los elementos líquidos abandonan el cuerpo: la nariz moquea, la boca babea, los ojos lloran… disminuyen las sensaciones del cuerpo; Fuego, una gran sequedad interior le invade, el cuerpo pierde su calor y la mente se bloquea; y Aire… respirar se hace difícil, la inhalación se vuelve corta, la mente queda sin conciencia y se pierde el contacto con el entorno físico, las exhalaciones de la respiración se alargan… hasta la última exhalación.
[Ironías de nuestra existencia. Mientras escribo este texto sobre la muerte se está muriendo un amigo mío. Me entero de ello horas después. Vida y muerte se suceden sin solución de continuidad. Nada frena el avance de la vida. Incluso una flor puede crecer en una imperceptible fisura de una pesada losa de hormigón. Nada frena la llegada de la muerte. Ni la tecnología más avanzada del hospital más moderno y equipado]
La muerte y la vida, gran enigma. ¿Quién ha creado todo esto? ¿Qué hacemos en este mundo? ¿Hay algo después de la muerte? Las cuatro grandes preguntas de la humanidad desde sus albores. E infinidad de respuestas, tantas como estrellas hay en el firmamento. Aquí no se da ninguna respuesta a ello. Es un problema metafísico que no tiene ninguna solución por el momento, ya que escapa a la capacidad de nuestra inteligencia y conocimientos actuales. Pero, en todo caso, ¿debe haberla? ¿Cabe preocuparse en demasía por lo que las especulaciones digan sobre lo existente o no existente en el más allá cuando lo conocido, que es lo importante, se encuentra aquí? El problema no es como resolver la resurrección o la reencarnación. El problema ya es cómo resolver la propia encarnación.
Una historia Zen dice que la vida es como una burbuja en la superficie de un rio caudaloso. Llega un momento en que esa pompa explota y desaparece en el propio río hasta que éste, en su curso, vuelva a formar una nueva burbuja. Eso es la vida. Cuando ésta se extingue, lo que fue vivo cambia de forma y esencia y sigue formando parte del río, que es el Universo.
El budismo tradicional todavía añadiría que según hayamos vivido nuestra vida, así será también nuestra muerte: placentera, si hemos acumulado buen karma a lo largo de nuestra vida, o de sufrimiento si hemos acumulado mucha negatividad en nuestra vida.
Efectivamente, en el budismo se habla del karma, de nuestro comportamiento condicionado. De que toda causa tiene un efecto. Según la ley del karma, nuestras acciones se proyectan sobre nuestro entorno y lo alteran. Si nuestras acciones son positivas, el efecto que generarán será, por lo general, positivo. Si nuestras acciones son negativas, será negativo. Incluso a veces esa negatividad o influjo positivo sobrevive a nuestra propia muerte y persigue a las generaciones que nos sucedieron. Un mal testamento puede causar una debacle en nuestra familia, sin ir más lejos. Quien crea en la reencarnación futura, un mal karma en esta vida puede ocasionar un renacimiento en una vida todavía más desgraciada, con lo que nuestro mal karma aumenta, y nuestro infierno particular se aviva. Según la tradición budista, sólo quien alcanza el nirvana pone fin al ciclo de renacimientos y de sufrimiento.
Que cada cual crea en lo que le parezca más sensato o adecuado según su pensamiento o sensibilidad espiritual. Recordemos al Buda en el Sutra de los Kalamas que aparece al inicio de este libro: no creáis las cosas porqué sí, sino que “cuando por vosotros mismos averigüéis lo que es favorable y bueno, entonces aceptadlo y seguidlo". Gran sabiduría.
Quedémonos, en todo caso, en lo sustancial de la ley del karma, en que toda causa tiene su efecto.

No se trata de hacer, sino de ser

Los pobres se mueren pobres, y los ricos se mueren ricos. Todo el mundo se muere. Por rico que sea el panteón, un muerto es un muerto. El panteón es el blasón de los ricos vivos, que acabarán también muertos. La muerte es el final de nuestra vida. Nadie puede hurtarse a ese final. La inmortalidad no existe, al menos en nuestro mundo. Quizá haya otros mundos, más allá de más allá. Quién sabe. Pero ya no será éste mundo. Quizá la muerte es el principio de una nueva vida. Quizá. Quizá tras la vida hay un renacimiento en otra vida. Quizá. Quizá la muerte nos permite alcanzar el Paraíso o nos conduce al Infierno y al castigo eterno. Quizá. Nadie ha regresado de la muerte para contarlo. Se podría hablar larga y extensamente sobre todo ello y las posibilidades que ofrecen las diversas filosofías y religiones. Pero eso es tema para otra ocasión. El maestro Dogén definió así al acto de la muerte: “la leña se convierte en ceniza; la ceniza no puede convertirse en leña; la leña no puede contemplar sus propias cenizas”. Que cada cual crea lo que le parezca más adecuado o justo para su comprensión. Pero sí que debemos comprender una cosa: Infierno o Paraíso, éstos tienen lugar también en este mundo, en esta vida.
Una vez un samurái le preguntó al maestro Zen y poeta Ikkyu si realmente existía un infierno y un paraíso. Y él respondió pausadamente mientras comía: “sí que existe… bueno, en realidad, no existe nada… O sí, sí que existe algo”. “Pero bueno, ¿existen o no?”, preguntó ya desconcertado. E Ikkyu, inesperadamente, le golpeó fuertemente la cabeza con una cuchara de madera. El samurái se encolerizó e hizo gesto de desenvainar su sable. “Ahora mismo estás comprobando lo que es el infierno”, dijo Ikkyu, y cuando el golpeado se percató de su absurda ira, Ikkyu le dijo: “y ahora se te aparece el paraíso”.
Los apegos, vacíos de sustancia, conforman nuestro ego como una cebolla envuelve su corazón, y cada una de esas capas no son más que una dualidad que se opone a otra y que no hacen más que aportar más sufrimiento y ocultar nuestra verdadera naturaleza. El Infierno y el Paraíso nos acompañan en nuestro quehacer diario, no hace falta morir para darse cuenta de ello.
Vivimos. Y puesto que vivimos nos tenemos que concentrar en esta vida, la presente. Aquí no hay otra. Y la vida se puede vivir de muchas maneras, y así desvelaremos nuestros infiernos y nuestros paraísos. No podemos escoger como iniciamos nuestra vida, pues eso ya depende de las circunstancias, pero lo que sí que podemos es escoger por lo general como vivirla y, sobre todo, como acabarla. Y no hablo de riquezas materiales. Hay situaciones de extrema pobreza pero de gran felicidad, como hay situaciones de gran riqueza pero de extrema infelicidad.
No hablo de conformarnos a ser pobres indigentes mientras otros nadan en la abundancia. Todo el mundo tiene derecho a querer prosperar. No hablo de resignación ni de dejarse avasallar. Hablo de constatación de la propia realidad. Hablo de que la ilusión no se convierta en una obsesión, en el motivo de nuestra vida, en un sueño inalcanzable. Cada uno debe vivir por lo que es y como es. Como tampoco vale vincular nuestra vida a la existencia de otro a pesar de que podamos compartirla, que no es lo mismo. “Si este hombre no me quiere como yo quiero, me busco a otro a ver si ese me quiere como yo deseo” La pregunta es: ¿por qué no te quieres a tu mismo como tú deseas? ¿Por qué no intentas ser tú mismo en tu vida? Y si el otro tampoco satisface tus expectativas ¿qué harás? ¿Buscarás y buscarás hasta la depresión final? ¿Arruinarás tu vida en la búsqueda de una quimera? ¿Te suicidarás? Si uno está bien consigo mismo, lo estará con su entorno y con los demás.
Dicen los expertos sanitarios que en este momento de crisis económica las enfermedades psicosomáticas han pasado de un 13% sobre el conjunto de la población a un 26% o más. Es decir, que se ha doblado. Que los médicos indiquen ese alto porcentaje de población aquejada de ansiedad o depresión indica que nuestra sociedad está enferma. Sin más. La solución no parece ser poner más médicos a curar esas patologías. Ni con ansiolíticos hay suficiente. Hay que ir al fondo de la cuestión. Y el fondo somos nosotros mismos. Cada uno de nosotros.
Recordemos lo que nos dice la ley del karma: la solución está en nosotros. Si somos capaces de cambiar de actitud, de restaurar nuestros valores, entonces romperemos nuestra negatividad. Una mala actitud o una acción negativa se corrigen con una buena actitud o una acción positiva. Un mal karma se corrige con un buen karma.
Así, pues, para empezar, ¿por qué no tomamos conciencia de nosotros mismos en vez de lamentarnos? Una vida consciente y en paz con uno mismo, por tanto, nos aporta algo que no se puede comprar con ninguna de las riquezas de este mundo: la alegría interior. Qué más da si somos pobres o ricos. Los cementerios están llenos tanto de lo uno como de lo otro. Lo importante es nuestra alegría interior. A pesar de las injusticias existentes y las situaciones de explotación del hombre por el hombre, ¿no estamos cansados de ver documentales de lugares atrasados y miserables y de admirarnos como hay gente que sea feliz allí? ¿De qué les miras el semblante y te admira un brillo especial que ves en sus ojos? ¿No estamos también cansados de comprobar cómo también “sufren” los ricos y triunfadores, y cómo no encuentran la felicidad? El dinero puede ayudar a ser feliz, pero el dinero no es la felicidad. Los sueños ocultan otros sueños. La capacidad de deseo del ser humano es ilimitada. La sabiduría es saber ponerle fin.
En el Zen japonés hay una historia que habla de ello. Ocurrió a mediados del siglo VIII. Un día el emperador le encomendó al monje budista Gyoki la construcción del gran buda Vairocana para el templo de Todai-ji de Nara con objeto que su presencia conjurara las epidemias que entonces asolaban al país. El problema era que el emperador no disponía de dinero para ello, por lo que el monje se empleó a fondo a la búsqueda de fondos entre la gente rica y, sobre todo, ante la gente sencilla y los que vivían de pedir limosna. Gyoki se presentaba cada día ante los pobres, se postraba ante ellos y les pedía a su vez limosna. El monje les explicaba que se convertirían en importantes ante la historia dado lo primordial que sería esa estatua para levantar el ánimo al país. Y cada día recibió de ellos la mitad de lo que percibían por mendigar. Los pobres ya no se lamentaban de su situación y de sus enfermedades, y se preocuparon por aprender para comprender mejor sus propias acciones… y se dice que algunos se convirtieron en sabios. Lo cierto es que aquella gente obtuvo un objetivo de vida que cumplir. Y de esa manera, Gyoki pudo construir la enorme imagen de bronce del buda de Todai-ji que todavía hoy existe.
No digo con ello que haya que saquear todavía más a los humildes para que se enriquezcan los ricos o esa entidad abstracta que hoy día se viene en llamar “los mercados”. Me refiero a que la verdadera caridad era la de los pobres, que daban su mitad, mientras que los ricos siempre daban “lo suficiente”, es decir, una limosna con la que tranquilizar sus conciencias. Ayer, como hoy, ¿quién se enriquece espiritualmente en mayor medida? Evidentemente los pobres. Miserables son los ricos. Con gran sabiduría el mismo Jesucristo dijo: “es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos que antes pase un camello por el agujero de una aguja”. Si somos humanos, nuestro sentimiento de compasión debe abarcar a todos los humanos. Todos somos iguales o, en todo caso, no tan diferentes. Le oí decir una vez al Dalai Lama: “cada vez que conozco a una persona, tengo la sensación de que me encuentro con un ser humano como yo mismo”.

Toda causa tiene un efecto

Recordemos de nuevo la ley del karma, cuya esencia es fundamental para comprender lo que nos pasa y porqué nos pasa. La vida tiene unos condicionantes que nos vienen dados por las circunstancias de nuestra encarnación (el entorno, la herencia, las costumbres, la tradición familiar…), pero también por condicionantes que nos fabricamos nosotros mismos. Toda causa tiene un efecto, insistimos en ese concepto. Así harás, así encontrarás, dice un aforismo catalán. Quien siembra vientos, recoge tempestades, también se podría decir.
Nuestros actos del presente condicionan nuestra vida del futuro. Así, el rico que se enriqueció con manipulaciones y a costa del sufrimiento de los demás, fácil será que tenga una muerte dolorosa aunque muera en una cama de oro o en un caro hospital. A alguno le puede parecer esto un burdo consuelo para los que se sufren en la pobreza y, por tanto, la formulación de un conformismo fatalista. Nada de eso. El sufrimiento genera sufrimiento. El sufrimiento causado a los demás genera sufrimiento en uno mismo, queramos o no reconocerlo (a menos que padezcamos una enfermedad mental, claro está). Y el sufrimiento sufrido por uno mismo, incrementa todavía más nuestro propio sufrimiento y el de los demás. Siempre recordaré a mi abuelo paterno, que murió de un cáncer a una edad relativamente temprana. Veinte años antes, acabada la Guerra Civil española, mi abuelo fue condenado a muerte por un supuesto crimen que no cometió y tras dos años de espera en la celda de la muerte, fue indultado. Su esposa, mi abuela, que durante dos años fue a diario a la Cárcel Modelo de Barcelona para saber si habían fusilado o no a su marido, al cabo de un tiempo tuvo que ser intervenida quirúrgicamente a vida o muerte por un grave problema intestinal. Sufrimiento genera sufrimiento. Luego he pensado que quien lo delató sólo por venganza política, también sufrió. Y el juez militar que no atendió súplicas. E incluso el dictador, que promovió tanta revancha e inquina contra los vencidos, murió sufriendo… Tanta venganza, tanto sufrimiento que, setenta años después, todavía pervive la semilla del sufrimiento en los nietos de quienes padecieron. La recuperación de las fosas de la Guerra Civil, y las discusiones y controversias que genera entre los descendientes de los antiguos combatientes de un bando u otro, es un lamentable ejemplo de ese sufrimiento todavía no extinguido.
Si dolor engendra dolor. Paz engendra paz. Y la paz la trae a cada uno de nosotros la meditación. Eso enseñó el Buda con su mensaje de esperanza: el sufrimiento puede tener fin, no es algo fatal. Tras su iluminación, Buda enseñó a sus discípulos las Cuatro Nobles Verdades. La verdad sobre el sufrimiento: el nacimiento, la vejez, la enfermedad, la muerte, estar unido a lo que uno quiere, estar alejado de lo que uno desea, no obtener lo que se ansía, todo lo que depende de la percepción de nuestros sentidos, de nuestras formaciones mentales y de los sentimientos o de los efectos de nuestros actos, que están sometidos a un cambio constante y a una impermanencia… todo ello es sufrimiento. Y ese sufrimiento es como una sed inagotable que sólo se termina si somos capaces de andar el camino adecuado para liberarnos de él. Ese camino son las ocho sendas que deben ser nuestra guía de actuación permanente:

·         visión justa: saber discernir y observar correctamente
·         pensamiento justo: sin prejuicios
·         palabra justa: sin mentiras ni murmuraciones
·         acción justa: atenerse a los grandes principios éticos
·         medio de existencia justo: no prosperar a costa del sufrimiento de los demás y llevar una vida ordenada
·         esfuerzo justo: desprenderse de los malos hábitos y esforzarse en lo que realmente aporta positividad
·         atención justa: espíritu apacible, atención a nuestro cuerpo, a nuestro espíritu
·         recogimiento justo: del estado meditativo surge la gran sabiduría

Aplicando esos medios justos de existencia, más unos principios éticos elementales tales como no matar, no robar, no practicar una sexualidad que sea causa de sufrimiento, no mentir y no tomar sustancias intoxicantes, la vida se nos plantearía distinta. ¿Se puede pedir menos? ¿Hace falta pedir más?

Paz para vivir, paz para morir

Si toda causa tiene su efecto, una vida justa engendra paz, y la paz engendra paz y justicia a nuestro alrededor, con lo cual los efectos positivos de nuestra actitud individual se incrementan y potencian exponencialmente. Es el “efecto mariposa”: el aleteo de una mariposa en el Amazonas puede desencadenar un ciclón en el Caribe. Es decir, un pequeño gesto individual puede llegar a generar un gran cambio global mediante un proceso de amplificación. Cuando meditamos es como el “efecto mariposa”: nuestra paz y visión justa, aporta paz y serenidad a nuestro entorno inmediato, y éste se contagia y lo transmite de persona a persona, como una onda en un estanque.
Practicar una meditación justa también es llegar en paz a la muerte. Meditar es estar en paz con lo vivido, con lo que vivimos y con lo que viviremos. Es aceptar las cosas tal como son, que no es lo mismo que conformismo. Es integrarse en el Universo. Es abandonar nuestro ego. El miedo a morir procede de nuestro ego, de nuestro miedo a perder. Si abandonamos nuestro ego, abandonamos nuestro miedo a morir… y nuestro miedo a vivir, a afrontar los problemas que cotidianamente nos surgen. Y esa actitud de aceptación y de no rechazo nos conforta. El maestro Taisén Deshimaru decía que había que meditar como si entráramos en nuestro ataúd: con total abandono de todo, no hay nada, ni fuera ni dentro, ni pasado ni futuro, ni amigos ni enemigos, solamente nosotros con nosotros mismos.
Meditar es morir y renacer. Con la llegada de la muerte se ven las cosas claras. Se abandona lo superfluo. Se abraza lo esencial de la vida. Que se lo pregunten, sino, a quien se encuentra en una enfermedad terminal. Meditar es lo mismo: poner fin a tanto ensueño y apegos absurdos para abrazar la verdad intrínseca de la vida. Meditar, hacer zazén, es acabar con el mal karma y poner las condiciones de uno nuevo mejor. Es volver al estado original.
Meditar es alejarse de las dualidades, de eso es bueno, eso es malo, eso es negro, eso es blanco… todo forma una unidad. El día con la noche. El bien con el mal. La luz con la oscuridad. ¿Quién puede cortar una moneda por el canto y decir que aquello deja de ser una moneda? Por delgada que sea la lámina resultante, ¿no seguirá siendo una moneda con una cara y una cruz? En todo caso aparecerán dos monedas. El pensamiento dual tiene sus cimientos en los prejuicios, en las etiquetas. Demasiado a menudo situamos a las personas bajo calificativos terminados en “ismos” o “istas”. Capitalismo, capitalistas, comunismo, socialistas, budistas, cristianismo… Pero en realidad, nada se opone a nada. Materia y espíritu conviven en una misma unidad. Cuando lo uno niega a lo otro se queda incompleto, hipertrofiado. El maestro Deshimaru decía: “la mente y el cuerpo son una misma cosa, igual que las dos caras de una hoja de papel. En la vida cotidiana no podemos separar una de la otra. Una desea lo espiritual. La otra, lo material. Si queremos comprender hay que encontrar la vía del medio. Lo espiritual se convierte en material, y lo material en espiritual. La mente existe en cada una de nuestras células y, finalmente, la mente es el cuerpo y el cuerpo es la mente”. Hay que saber abrazar las contradicciones como integrantes de un todo, y establecer un diálogo entre ellas. La negación del otro no lleva a ninguna otra parte que a nuestra propia miseria. Dice el maestro Yoka en su poema del Shodoka: “Cuando nos damos cuenta de la realidad, no hay distinción entre espíritu y materia, y el camino al infierno desaparece instantáneamente”.
Si de nuestra vida y de todo lo que nos rodea se hacen categorías, limitamos nuestra propia conciencia. Si no pensamos tanto en tenerlo todo ordenado y clasificado debidamente en nuestra estantería mental, nuestra conciencia deviene tan profunda como el mismo Universo. Cuando meditamos, abandonamos los pensamientos. Abandonamos las dualidades, las categorías, las clasificaciones. Dejamos pasar todo eso. Es el no-pensamiento. Y abandonando todo eso se descubre lo verdaderamente importante: nuestra propia naturaleza. La naturaleza de Buda, la naturaleza divina… yo no soy los demás, pero los demás están en mí.
¿Qué habrá al final del camino? Quién sabe, cada uno recorre el suyo. “Yo no soy los demás, los demás no son yo”, escribió el maestro Eihei Dogén. El camino se basa en la propia experiencia. Nuestro propio caminar es lo importante en esta vida. Como en la peregrinación a Santiago de Compostela, por poner un ejemplo cercano, es interesante es llegar a la meta, a Santiago, como emblema de tu superación, pero lo importante es recorrer el camino porque lo que opera en ti la transformación es la realización del propio camino. Si lo importante fuera llegar a Santiago, ¡sería preferible subirse a un avión y así llegaríamos antes! ¿Para qué pasar tantas estrecheces y penalidades? ¿Para qué conocer gentes, pueblos y paisajes? ¿Para qué comer mal y dormir incómodos? ¿Para qué tantas ampollas en los pies? Caminamos, nos realizamos. Es el esfuerzo justo lo que hay que superar. La espiritualidad no se compra sino que, como la mejor viña, se cultiva en un pedregal.
La espiritualidad se labra con nuestro camino, nuestra actitud vital, nuestro comportamiento y nuestra actuación. El camino de las ocho sendas, que decía el Buda.

La vida, lo único importante

Un día, que yo impartía un taller de iniciación a la meditación Zen, compareció una antigua discípula que hacía tiempo que no venía por el dojo. Era una mujer joven. En los cuarenta. De carácter dulce, y agradable voz y presencia. Años atrás le diagnosticaron un cáncer linfático a consecuencia de las condiciones ambientales de su trabajo. Fue tratada. Lo mantenía a raya, a pesar de que en los días cargados de humedad ambiental no pudiera ni levantarse de la cama. Aquel día yo estaba especialmente colapsado porque acababa de perder mi empleo tras 19 años de antigüedad en el mismo. Cuando ella entró en el dojo, lo hizo con lágrimas en los ojos. Me di cuenta de que algo grave ocurría y la abracé. El médico le había diagnosticado el rebrote del cáncer en un pulmón. Había peligro para su vida… Mi pesar se desvaneció como por ensalmo. Y mi tristeza por mí mismo, se volvió en compasión por ella. Entró en el dojo, y meditó una hora sin inmutarse. Recordar su entereza hace que me avergüence de mi debilidad. Peor que perder el trabajo, es perder la vida.
¡Qué débiles somos los humanos! Cuán pronto olvidamos las cosas importantes de la vida y nos quedamos con lo accesorio y lo anecdótico. En la vida, lo único importante es la vida misma. No hay otra. Trabajos, hay otros. Coches, casas, restaurantes, ropas, vacaciones, etc. hay mucho más de todo ello. Por tanto, no hay por qué preocuparse por eso.
En las entradas de los dojos y templos Zen acostumbra a haber un gong de madera, llamado han, que se utiliza para llamar a la comunidad a la sala de meditación. Y escrito en ese madero que es golpeado por un mazo suele estar escrita la siguiente leyenda: “El tiempo y la vida es lo único importante. ¡Deprisa! ¡Deprisa! No perdáis el tiempo”. Nuestra vida no es para siempre. No la podemos malgastar estúpidamente corriendo tras quimeras o ilusiones, que no esperanzas, que es bueno tenerlas. La esperanza es alegría, optimismo. La ilusión, un espejismo, frustración.
Los capitalistas dicen “¡el tiempo es oro!”. Efectivamente, es oro… ¡Pero nuestro oro! Todo el tiempo invertido en cosas que no son importantes es como echar ese oro al vertedero: ¡las ratas se están forrando de tanto oro nuestro echado a perder!
Y cuando todo eso no se tiene en cuenta acontece lo que hoy día tenemos. Es palpable una razón objetiva, y que es una crisis económica, pero en el trasfondo hay un decalaje de valores del que nosotros mismos somos los responsables: cuando entre lo deseado y lo obtenido no hay concordancia, hay sufrimiento. Las personas sufren, nuestra sociedad sufre.



MEDITAD

Ante el sufrimiento la meditación es una de las mejores vías que se pueden emprender en beneficio de uno mismo y, por consiguiente, en favor de los demás. Nuestro estado altera nuestro entorno, en positivo o en negativo. Y nuestro entorno altera, a su vez, a sus otros entornos. Es la gran onda que se expande. Sólo así se puede comprender el éxito de las grandes revoluciones que en el mundo han existido. Desde la francesa del siglo XVIII a la de Libia de 2011, las grandes revoluciones han triunfado porque han emergido desde los espíritus de las personas individuales y anónimas, más allá de los líderes que, en definitiva, no son más que unos individuos bien situados oportunamente. El espíritu de cada persona es importantísimo, que nadie se deje apabullar. Meditar es alterar nuestro entorno en positivo.
Cada uno debe encontrar su vía. Todas las personas somos distintas, y procedemos de entornos distintos, de culturas distintas (incluso de ámbito familiar, no sólo social, de país o de etnia), influenciadas por karmas distintos. A unos les irá bien rezar a Dios, a Jesús o a Mahoma. A otros les irá bien la meditación tibetana dzogchen, la vipassana o la yóguica. Yo les propongo la meditación Zen. La que aplicó Siddharta Gautama, el Buda. La más simple, pero la más elevada de las meditaciones. La que se abre más directamente a la verdad: a uno mismo, ahora y aquí. El no-pensamiento. El vaciamiento total. Es la más pura, pero también la más desnuda y la más dura.
Una vez, un monje budista fue a ver a otro, que le invitó a tomar una taza de té. El invitado no paraba de hablar, y hablar, y hablar. El otro, le empezó a llenar la taza, a llenar, a llenar hasta que empezó a rebosar y a verterse por la bandeja que la sostenía. “¡Has llenado la taza y ya estás vertiendo el té!”, le dijo el primero para llamar su atención. “¡Y tú tienes tu mente tan llena que ya no te cabe nada más!”. Cuando una taza está llena, ya no hay espacio para más. Hay que vaciar para volver a llenar. Eso es meditación.
Meditar no es sentarse, o pasear, analizando y cavilando en nuestras cosas o problemas. Eso es simplemente pensar, reflexionar. No. Meditar es justamente no hacer eso: dejarlo para luego, aunque no huir de ello. La meditación no es una droga que nos lleve a la evasión. Meditar es situarnos en nosotros mismos para afrontar nuestra realidad con nuestras propias fuerzas. Quien busque en la meditación un camino de evasión se equivoca. La meditación es hacer resurgir nuestra naturaleza primigenia, la naturaleza de Buda, y ponerla en primer plano como solución. Es parar y plantar cara.
Nuestros problemas surgen en gran parte porque sucumbimos ante espectros que nos fabricamos nosotros mismos, o que nos ayudan a fabricar otras personas. Ilusiones que no son más que deseos a los que queremos dar forma, que queremos corporizar en nuestra vida como algo permanente. Y si algo tiene la vida, precisamente, es su natural estado impermanente: cuando nacemos empezamos a morir. La vida es un principio con un fin anunciado: la muerte. Por tanto, creer que las cosas son para siempre y obsesionarse con ello, con “consolidarlo” de por vida, no es otra cosa que lanzarse como el Quijote lanza en ristre contra molinos de viento creyendo que son gigantes. ¡Son molinos! Hay vida porque hay muerte. Hay muerte porque antes ha existido vida. Vida y muerte son la misma cosa.

El mundo real y el irreal

Muchas veces nos debatimos entre la irrealidad de la vida y la realidad de los sueños. “Sólo vive de sus sueños”, se dice. “Tiene una vida irreal”, se dice. Por lo general se cree como ciencia cierta todo lo que tiene lugar en este mundo real que vivimos despiertos, aunque sean ilusiones y espejismos como nuestros sueños, y se tiene por irreal todo lo que tiene lugar mientras dormimos, como fruto de la imaginación o de las malas pasadas de nuestro cerebro. ¿Es que tenemos dos mentes? ¿Una de día y otra de noche?
Nuestra mente es la misma. Los sueños de un despierto y de un dormido son lo mismo. Productos de nuestro karma, de nuestras ilusiones, de nuestros apegos, de nuestros prejuicios… Lo que pasa es que cuando estamos despiertos hacemos trabajar nuestro cerebro de una manera más empírica, más científica, y por la noche le damos rienda suelta y dejamos que salte de rama en rama como un mono. Lo que queremos ignorar es que nuestro cerebro también actúa como un mono de día y como un sesudo científico de noche. Sólo así se entiende que muchas veces, demasiadas veces, las ilusiones y los deseos nos cieguen y los creamos nuestros objetivos vitales, y que demasiadas ocasiones vivamos por nuestros deseos: de notoriedad, de sexo, de dinero, de posesión de riquezas, hijos, casas o coches…
El mundo del marketing, que en cosa de administrar sueños es un crack, sabe lo que ocurre cuando en un mensaje publicitario mezcla seducción sexual y coches para vender un pestilente y caro coche que a todas luces no necesitamos, o cuando presenta un bello cuerpo para vender un perfume cuyo aroma es imposible oler ¡por televisión! La publicidad nos vende gracias a un terreno listo para sembrar que le hemos dejado arado con nuestro hastío, abonado con nuestra avidez y regado con nuestro deseo.
Y así nuestra vida “real” se convierte en un sueño. Y nuestras ilusiones, deseos, miedos y recelos, anclados en lo irreal y lo insubstancial, en lo impermanente y en lo que es variable, se nos aparece como real. Los sueños de día se confunden con los sueños de la noche. Creemos que con nuestra razón podemos controlar unos y menospreciar a los demás. Error. Si damos por supuesto que dormimos una media de ochos horas, resulta que nuestra vida durmiendo ¡representa un tercio de nuestra vida! Eso no es poco, ni mucho menos.
Por esa razón, influyendo en nuestra vida despierta, acotándola en parámetros más sostenibles, también acotaremos esa mente que genera nuestros sueños, los buenos, los absurdos y las pesadillas, tanto los de día como los de noche. Y mundo “real” y mundo del sueño se acercará en una similar manera de orientar nuestra vida: en el mismo camino. Los sueños lúcidos o apacibles surgirán más a menudo. Los sueños, tanto los de la vida real como los de la dormición, son incontrolables por nuestra mente racional, pero sí que los podemos apaciguar mediante la meditación, poniendo en calma nuestra mente.
Dormir bien, aparte de ayudar en nuestra vida despierta, con mayor clarividencia, también ayuda a la realización de nuestro último paso: la muerte, la otra cara de la vida. El dormir es lo que más se parece a la muerte. Incluso a muchas personas les cambia el rostro mientras duermen. Yo recuerdo haber visto a conocidos míos dormir una siesta, observar su rostro… y al cabo de los años tener que asistir a su lecho de muerte y comprobar, estupefacto, ¡cuánto se parecía la expresión de su rostro observada en vida!
La auténtica libertad es la que existe en el interior de nuestra mente, porque es nuestra mente la que acaba definiendo nuestro mundo. Una mayor disminución de los deseos se corresponde con una disminución de la ansiedad de nuestra mente y, por tanto, en un aumento de nuestra libertad y de nuestra felicidad. Las ilusiones, la sed constante de deseos, por poseer o tener, no conduce más que a la infelicidad ya que nos priva de nuestra libertad: dejamos de ver las cosas tal como son para verlas según el objetivo a conseguir. Una cosa es concentrarse en el trabajo o en ganar el dinero que nos es necesario para vivir, pero otra muy distinta es aferrarse a ello con ansiedad. “Satisfacer los deseos no conduce a la libertad, porque los deseos del hombre son ilimitados”, dice Deshimaru. Como tampoco huir de las dificultades es ir en pos de la felicidad. El camino fácil no es siempre el que nos puede conducir a la felicidad. Sí que lo es el que vamos desbrozando de la maleza de los apegos, los deseos, los sueños… de lo imposible. Soñar es bueno. Lo que ya no es bueno es vivir de los sueños. Con la meditación podemos cambiar nuestras pasiones por sabiduría: comprendes donde estás y qué estás haciendo. Te haces presente en el momento presente.
Cortar con los apegos y las ilusiones es muy duro. Se te confunden demasiado a menudo con lo real, incluso cuando tú misma razón te da cuenta de tu equivocación y confusión. Por eso es importante la meditación: porque cortamos con todo ello de forma inconsciente, de forma natural, gracias a nuestra mente pacificada. Nuestros pensamientos ya no son como caballos salvajes corriendo a galope por la pradera, sino que pacen tranquilamente en ella.

Ellos no son yo

La verdadera religión es armonizarse con el exterior, con los demás. Vivir el amor, el deporte, la pintura, una charla con los amigos, el pasear, el estar por los hijos, el trabajar para ganar un sueldo digno con que mantenerse… todo, en armonía a partir de una verdadera libertad interior. Esta armonización que lo comprende todo es la base de la eliminación del sufrimiento y, por consiguiente, la base de nuestra felicidad. Armonizarse es justamente lo contrario a la indiferencia. Es reír con los que ríen, llorar con los que lloran, amar con los que aman… aportar risa a los que lloran, amar a los que nos odian. Es ir “junto a”. No es aislarse en un remoto monasterio a meditar y únicamente meditar. Es vivir la vida de cada día con plena consciencia, con el trabajo, la familia, los amigos. Hay un tiempo para todo. Para trabajar, para amar, para el ocio… ¡y para comprenderse a sí mismo! Si no aprendo a resolver mis problemas, ¿cómo voy a poder ayudar a los demás a resolver los suyos? ¡Y más sin desear sacar un provecho de ello! El secreto está en el camino de en medio, en el equilibrio. Y eso sólo lo da una paz mental.
En el siglo XIII, un monje budista japonés revolucionó la práctica de la meditación yendo hasta la esencia más pura de ella, la que practicó el propio Siddharta Gautama, el Buda. Eihei Dogén, que así se llamaba, insatisfecho de su práctica como monje, rodeada de formulismos y rituales que lo seguían dejando vacío marchó a China. Y allí halló a un viejo maestro budista Chan que, con su simpleza, le cambió la vida… y al cambiarle su vida, él empezó a cambiar la de mucha otra gente. Un día, después de comer, se topó con el viejo cocinero del monasterio, que con su espalda encorvada, estaba venteando setas con un abanico bajo un sol de justicia, sudando a mares, y sin un sombrero que lo protegiera. Se acercó a él y le preguntó:

- ¿Por qué no mandas hacer esto a tus ayudantes o a los aprendices?
- Ellos no son yo
- Venerable señor, tu actitud es en efecto la adecuada, pero el sol es demasiado fuerte. ¿Por qué lo haces ahora?
- ¿A qué hora tendría que esperar para hacerlo, pues?

Dogén se quedó sorprendido de la importancia de su esfuerzo. Aquello sólo podía ser hecho por él y en aquel momento, sino las setas no se secarían adecuadamente y todo se echaría a perder. Y más adelante todavía le ocurrió otra historia, cuando en un momento de desánimo Dogén quiso regresar al Japón. Ya se encontraba en la cubierta del barco de retorno cuando a media tarde subió un viejo monje preguntando a los pasajeros si tenían setas que vender. Era el cocinero del monasterio de Ayuwang, a más de dos horas de distancia, y le comentó a Dogén que buscaba setas para cocinar una buena sopa que ofrecer a los miembros de su comunidad.

- ¿Cuándo regresarás al monasterio?
- Si puedo comprar ahora las setas, me iré inmediatamente después.
- Hoy no esperaba ni encontrarte ni tener una conversación así en este barco. ¿No es una gran suerte conseguir este vínculo kármico? Invito al maestro Zen de cocina a comer.
- Esto es imposible. Si no superviso los preparativos para el servicio de mañana, la comida no estará bien presentada.
- ¿No tienes ayudantes en el monasterio que entiendan de comidas?  ¿Qué habrá de malo si sólo un responsable, el cocinero, no está presente?
- Esta responsabilidad le ha sido confiada a éste que se encuentra en sus últimos años. Ésta es la búsqueda de la Vía de este hombre viejo. ¿Cómo podría delegar eso en otra persona? Además, para venir no he pedido permiso para pasar la noche fuera.
- Eres venerable en años. Para seguir la Vía, ¿por qué no te dedicas sólo a la meditación o al estudio de las palabras de los patriarcas? Te esfuerzas como cocinero. Todo lo que haces es trabajar. ¿Qué hay de bueno en eso?
- Buen amigo, que vienes de un país extranjero –me dijo sonriendo--, todavía no entiendes qué significa la búsqueda de la Vía, ni conoces todavía qué quieren decir las palabras escritas --oyéndolo hablar de esta manera, de repente me sentí avergonzado y confundido.
- ¿Qué quieres decir con las palabras escritas? ¿Qué entiendes por la práctica de la Vía?
- Si no dudas en estas preguntas esenciales, te convertirás seguramente en un hombre de la Vía. Si todavía no lo entiendes, vente al Monte Ayuwang más adelante. Podremos hablar en otro momento de la naturaleza de las palabras escritas. Se hace tarde y se acaba el día. Tengo prisa. Ahora tengo que volver.

Al cabo de un tiempo, Dogén se volvió a encontrar con el monje jefe de cocina y le recordó su anterior conversación referente a lo de las palabras escritas y a la búsqueda de la Vía. Le dijo el cocinero:

- El estudio de las palabras escritas es comprender el propósito de las palabras escritas. El esfuerzo en la búsqueda de la Vía exige afirmarse en el propósito de seguir la Vía.
- ¿Qué entiendes por palabras escritas?
- Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
- ¿Qué es la búsqueda de la Vía?
- No está escondida en ninguna parte.

El Camino, debajo de tus pies

Efectivamente, el Camino se halla aquí, debajo de tus pies. No hace falta recorrer mundos en su búsqueda. No hace falta ingresar en un monasterio, no hace falta ir a Japón. El Zen no está más allá de más allá. Está aquí mismo. El Zen es una vía, un camino, que se desarrolla conforme avanzamos con su práctica. Decía con gran sabiduría y exactitud el poeta Antonio Machado:

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

En el Zen, el Camino, la Vía, es el resultado de nuestra práctica meditativa. La palabra Zen, o Zenna, es una adecuación fonética japonesa de la palabra china Chan o Channa), la cual a su vez también es una adecuación de la palabra sánscrita original: Dhyanna, que define un estado de absorción e introspección profundo. Su sentido es mucho más amplio que la palabra común occidental meditación, que se confunde con una actitud de pensamiento reflexivo. Justamente, la práctica del Dhyanna, o del Zen como vamos a seguir llamando para simplificar, es no pensar: abandonar los pensamientos. Abandonarse absolutamente.
El maestro Dogén dice en el Fukanzazenji:

Debéis abandonar una práctica basada en la comprensión intelectual, corriendo tras las palabras y ateniéndoos al sentido literal. Debéis aprender el giro que dirige vuestra luz hacia el interior, para iluminar vuestra verdadera naturaleza. El cuerpo y el espíritu se borrarán por sí mismos, y aparecerá vuestro rostro original. Si queréis alcanzar el Despertar, debéis practicar el Despertar sin demora.

Para Zazén, conviene una habitación silenciosa. Comed y bebed sobriamente. Rechazad todo propósito y abandonad todos los asuntos. No penséis: "esto está bien, esto está mal". No toméis partido ni a favor ni en contra. Parad todos los movimientos del espíritu consciente.

No juzguéis los pensamientos ni las perspectivas. No tengáis ningún deseo de convertiros en Buda. Zazén no tiene absolutamente nada que ver con la posición sentada o la posición tumbada.

…/…

Pensad en no pensar. ¿Cómo se piensa en no pensar? Más allá del pensamiento. Esto es en sí mismo el arte esencial del Zazén.

El Zazén del cual hablo no es el aprendizaje de la meditación, no es otra cosa que el Dharma de paz y felicidad, la práctica-realización del Despertar perfecto. Zazén es la manifestación de la última realidad. Las trampas y las redes no pueden nunca capturarlo. Una vez que hayáis asido su corazón, sois idénticos al dragón cuando se sumerge en el agua e idénticos al tigre cuando penetra en el monte. Pues hay que saber que en este momento preciso - cuando se practica Zazén - el verdadero Dharma se manifiesta y que desde el principio hay que apartar el relajamiento físico y mental y la distracción. Cuando os levantéis, moveros suavemente y sin prisa, calmada y deliberadamente. No os levantéis de manera súbita o brusca. Cuando se echa una mirada sobre el pasado, se percibe que la trascendencia del Despertar o del no Despertar, que morir sentado o de pie, siempre ha dependido del vigor del Zazén.

No hay más. La meditación Zen es, sencillamente, meditar, apaciguar la mente. No es un acto intelectual, ni es un menosprecio a la inteligencia. Es el cuerpo lo que medita, cada una de sus partes, cada uno de sus órganos, cada una de sus células, y su tranquilidad trae la tranquilidad de la mente, y el apaciguamiento de la mente conduce a la liberación del espíritu, a la verdadera libertad.
La meditación Zen, por tanto, es accesible a toda persona dispuesta a emprender ese camino. Sea cuál sea su condición, sexo, estudios o religión. Se puede ser musulmán o cristiano y practicar zazén. ¡No hace falta ni ser budista!
El budismo, que nace de la experiencia de Buda, no es un pensamiento o una filosofía excluyente. No plantea nunca “si estás conmigo no puedes estar con otro”, o “si estás con otro es que estás contra mí”. El budismo se halla en el camino del medio, en la esfera de lo más razonable y justo. Deja más puertas abiertas a la libertad de cada individuo. Sólo marca pautas morales y éticas y una práctica. Pero claro, eso es una apreciación personal de la que no voy a hacer bandera. Eso cada cual lo debe descubrir. Recordemos de nuevo lo que decía Buda en el Sutra de los Kalamas.
Escribió el maestro Hakuín Ekaku en el siglo XVIII:

Si observamos la Meditación practicada en el Zen,
no tenemos palabras suficientes para elogiarla plenamente:
las virtudes de la perfección, tales como la caridad, la moralidad y otras,
así como la invocación del nombre de Buda, el arrepentimiento, una conducta austera,
y muchos otros actos buenos y meritorios,
todos vienen por la práctica de zazén.

Es decir: la transformación de nuestro mundo pasa por una doble vía en el que la persona individual tiene el poder de cambio: respetar unas normas de conducta justas, y practicar la meditación.

Zen es zazén

El Zen es zazén, dicen los maestros de la tradición Zen. Zazén es meditar en posición sentada. Por tanto, el Zen no es ni un arrebato místico, ni una visualización de nada ni de nadie, ni algo que se aprenda en libros a partir de juicios emitidos por otras personas. Y, ni mucho menos, el Zen es un tipo de spa, de fragancia o de decoración. Eso es marketing. Tampoco es una terapia, aunque su práctica sea terapéutica. También es terapéutico comer adecuadamente, pero no por eso se denomina terapia. Es una experiencia personal de búsqueda interior. El Zen es el alimento de la mente.
La práctica de la meditación Zen, zazén, pretende ayudar a la persona a experimentar la vida tal cual es, momento a momento, ahora y aquí. El momento presente. Porque la felicidad es vivir el momento presente. El Camino está bajo tus pies, sólo la práctica continuada de zazén, te mostrará un camino libre de apegos y prejuicios que han ido comprimiendo tu persona original y que es causa de tu sufrimiento.
La meditación aporta un estado de serenidad a partir del cual se puede disolver el falso Yo adquirido con el tiempo. Eso es lo que se denomina el despertar. Mucho se ha hablado y especulado sobre ese término, y lo primero que viene a la cabeza es como la realización de un estado de teletransportación a un estado iluminado y trascendente. Quien haya hecho zazén sabrá que cuando se medita no hay teletransportación etérea, ni viaje astral ni nada que se le parezca, a lo máximo dolor de piernas. Pero con dolor de piernas o no, zazén es la postura del despertar y su influjo nos sigue tras su práctica. Zazén es el despertar porque nuestra persona original tal cual es se pone de manifiesto mientras lo practicamos. Por esa razón , el zazén es el camino de recuperación de nuestra verdadera libertad interior, la naturaleza original de cada persona, la naturaleza de Buda, que se ha ido ocultando tras los pensamientos y sentimientos que se van sucediendo en nuestra existencia. Recuperar nuestra naturaleza es estar en correspondencia con el Universo, y eso es felicidad verdadera.
Cada uno debe practicar esa meditación con su propio cuerpo y su propio espíritu, por tanto cada cual obtendrá su propia experiencia, y la suya no será la de otro ni igual a la de otro. Cada uno escoge su vía. De nada valen gurús ni guías espirituales. Cada uno es su guía. El Buda, cuando estaba en el Parinirvana, a punto de morir, dijo a su discípulo Ananda, desolado ante la inminente pérdida de su maestro:

“Ananda, sed lámparas de vosotros mismos. Sed vuestro propio refugio. No recurráis a ningún refugio exterior. Aferraos a la Verdad como si fuera una lámpara. Aferraos a la Verdad como refugio. No busquéis refugio en nadie más que en vosotros mismos. Y ahora o después de mi muerte, Ananda, aquellos que sean lámparas de sí mismos, que no recurran a ningún refugio exterior y que se aferren a la Verdad como a una lámpara y a un refugio y que no busquen ningún refugio salvo en ellos mismos, serán éstos, Ananda, entre mis Monjes, los que alcanzarán la máxima altura. Pero deben estar ansiosos por aprender."

Hay que practicar siempre con espíritu de aprendiz: el maestro enseña al discípulo, pero el maestro también es su discípulo. Siempre se está aprendiendo, aunque hayan pasado años de práctica. Decía Dogén que cuando te crees que has llegado a lo más alto de tu práctica, que te crees un iluminado y que con una sola mirada ya has adquirido la sabiduría que te permite comprenderlo todo, no te hallas más que en el inicio del camino. No hay meta final. Hay que practicar. Quien pierde la práctica pierde la Vía. Eso es lo que han enseñado los maestros a sus discípulos desde el origen, porque el Zen se viene transmitiendo de maestro a discípulo desde hace dos mil quinientos años.
El papel del maestro es pues importante en la transmisión de esa tradición. Luego la importancia es la del discípulo, que a su vez deviene maestro de otro discípulo… El maestro no dice, el discípulo comprende. El maestro habla con su corazón, y el discípulo comprende con su corazón. Se cuenta que el Buda, un día que se hallaba sentado en meditación junto a sus discípulos alargó la mano derecha, cortó una flor silvestre y la levantó a la altura de los ojos, y Mahakasyapa, uno de sus discípulos más allegados, al verlo, sonrió. Se dice que en aquel momento histórico nació el Zen transmitido de espíritu a espíritu, sin palabras. De mi espíritu a tu espíritu, I shin den shin se dice en japonés.

Zazén, la meditación sentada Zen

No obstante, la práctica de zazén no es tan fácil como parece. Hay mucha gente que emprende el camino de la meditación, y mucha que lo abandona. No es que consideren que ese sea un esfuerzo inútil o que se duerman mientras practiquen. Lo que ocurre es que se encuentran con ellos mismos, y verse a uno mismo y aceptarse tal cual es no es fácil. Lo fácil es rechazarse y evadirse. La vía del Zen es difícil porque precisa de constancia y esfuerzo. Amigo lector y amiga lectora, si tu decisión es firme por meditar, no la abandones por nada del mundo. Nadie te va regalar nada que por ti mismo no consigas. Y si crees que hay una vía mejor para ti ¡síguela sin dudar!
La enseñanza del Buda se puede leer en más de 15.000 sutras que fueron escritos tras su muerte o Parinirvana por los discípulos de sus discípulos. Pero el Buda no enseñó personalmente esos millares de sutras que nos han llegado hasta el día de hoy. El Buda enseñó la meditación sentada, una meditación justa, sin mortificación ni indolencia, y mediante una postura física y una respiración adecuadas, permite alcanzar un estado apacible de la mente, y un estado de paz del espíritu. Es la vía media mostrada por el Buda.
De esta manera, pues, el zazén se fundamenta en la postura del individuo, que es el pilar central de práctica meditativa. Una postura física: shikantaza, sólo sentarse, cada uno frente a su realidad. Una postura de la mente: hishiryo, pensar sin pensar, es la dimensión de pensamiento sin conciencia personal, en armonía con a conciencia del Universo. Y una postura del espíritu: mushotoku, sin provecho, no busca nada en particular. Esto es la esencia del Zen.
Sentados sobre un zafu (cojín), con la postura correcta y la respiración en calma, larga y profunda, el cuerpo medita, la mente se concentra en esa postura y en la respiración, y el espíritu se libera de toda traba. Esta es, sin estridencias, la postura del despertar. Esto es lo que nos trae un mejor conocimiento y a un mejor dominio de nosotros mismos y, por tanto, fuerza interior, paz y libertad verdadera. Y así, apaciblemente, nos transformamos a nosotros mismos, y transformamos nuestra relación con el mundo. Por tanto, toda persona que hace zazén influencia positivamente su entorno y, por consiguiente, su influencia positiva alcanza al propio mundo. Eso no es imaginación, es el aleteo de la mariposa… Zazén no está limitado a estar sentado, sino que continúa a medida que desarrollamos y transformamos nuestra vida cotidiana, aquí y ahora. La meditación es revolución permanente.
El Maestro Deshimaru escribió en pleno siglo XX: “zazén no consiste ni en un éxtasis ni en un despertar sentimientos, ni una condición particular del cuerpo y del espíritu. Se trata de volver completamente a la condición normal del hombre. Esta condición no es algo exclusivo de los grandes maestros o de los santos, sino que está al alcance de todo el mundo. Zazén es llegar a ser íntimo consigo mismo, encontrar el sabor, la unidad interior, y armonizarse con la vida universal”. Esto es el retorno a la condición natural de cada uno.
El maestro Dogén escribió en el Bendowa, el primero de los 95 capítulos de los que consta su magna obra, el Shobogenzo:

“El espíritu de los que hacen zazén es vasto, tranquilo y apacible, pudiendo encontrar la verdadera libertad interior por la asistencia y el estímulo mutuos de los otros practicantes. En ese momento, la tierra, los árboles, los monumentos, hasta las paredes, las piedras, la arena, todo se vuelve zazén. Así que cualquiera que reciba los beneficios de zazén, puede penetrar el verdadero despertar con la ayuda imperceptible del espíritu libre, maravilloso e ilimitado de Buda (…/…) Este espíritu de libertad y la verdad del satori se desarrollan cada vez más y ejercen su influencia en el entorno. Las personas que viven junto a los que ya han recibido esta influencia reciben a su vez los beneficios ilimitados de Buda. Por eso hay que hacer zazén sin meta, sin conciencia personal, tranquilamente”.

Según el maestro Dogén, nuestra meta no debe ser la práctica de un método para buscar la “verdad”, sino una práctica con la que llegar a la “verdad” lo antes posible. No hay que dejarse deslumbrar por el reflejo de la luna sobre el agua, sino que hay que mirar a la luna misma, a la verdad.

Sobre el agua del espíritu
sin mácula,
las olas de las aflicciones rompen
y devienen la luz del claro de luna
(Dogén, Sanshodoei)

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[La parte final del texto, las notas explicativas y las referencias bibliográficas se hallan en el libro impreso]

¡Meditad! Una respuesta espiritual a la crisis material actual
Josep Manuel Campillo

Editorial José J. De Olañeta
Palma de Mallorca, 2011
ISBN 978-84-9716-761-1